Creo que uno del los peores inventos en la historia del hombre fueron las levantadas temprano y peor aún, las jornadas laborales que parten a las 8 y media de la mañana. Sí, porque debes levantarte como 10 mil horas antes para llegar al otro extremo del mundo a tiempo, con cara de sueño, sintiendo frío y aguantando el bendito metro por más de 40 minutos, mientras miras a tu alrededor a muchas caras con expresiones poco amistosas.
Me declaro un oso en constante proceso de hibernación, que está enamorada del buen dormir y odia con toda su alma poner un pie bajo la cama antes de las 7 de la mañana, pero que debe hacerlo porque es parte de sus obligaciones. Además, me he acostumbrado a dormir tarde, porque como soy una trabajólica adicta: llego a la casa, como algo y ¡me pego al compu por horas!. Por eso, al día siguiente, mis ojeras tocan mis zapatos y suelo sentir que estoy presente en cuerpo y espacio, pero que mi cabeza sueña con pajaritos, nubes y una cama blandita.
Sufro al menos de 3 ataques de sueño en la pega: el primero es en la mañana, cuando han pasado entre 1 y 2 horas desde la llegada al puesto de trabajo. Pero mi arma secreta (no tanto en realidad) es el café a la vena que me tomo casi todos los días y apenas me instalo, que alcanza a ser mi combustible por un par de horas, o al menos, hasta que llegue la tan anhelada hora del almuerzo.
La situación comienza a ponerse incómoda cuando regreso de mi hora de colación, ya que la pancita llena y el corazón contento, son los peores enemigos de la necesidad de mantenerse despierto en el trabajo. Es una situación tragicómica, ya que apenas me siento en mi escritorio comienzan los cabeceos eternos, los saltitos y también ese punto en el que me siento como un pez fuera del agua, porque me divido entre el sueño, la necesidad por mantenerme alerta y las ganas de mi cuerpo por caer a lo bella durmiente.
El problema es cuando comienzas a perderte en el sueño y de repente notas que otras personas te están mirando. Intentan aguantar la risa, porque te ven a puros saltitos y escuchas a lo lejos a alguien diciendo “parece que está cansada”. Por lo general, son las tías del aseo.
Pero no todo es gracioso ya que también da susto que tu jefatura - que puede o no ser comprensiva -, te vea en esas condiciones, llevándose una mala impresión de ti. Que algún gerente, dueño, administrador o el CEO de tu compañía, observe a una de sus empleadas librando una batalla, en su propio puesto, con las ganas de quedarse dormida - o más bien, cabeceando a lo futbolista con ganas de anotar un penal -, sin tener mucho control sobre ello.
Aunque intente con agua fría directo a la cara, aguantar el aire acondicionado a 100 grados bajo cero (ya que el resto de mis compañeros siempre tienen calor), refrescar las venas o la nuca, o tomarme jarros y jarros de café auspiciados por las máquinas de mi empresa, cuando se viene el bajón del sueño no hay nada que pueda quitármelo, sólo mi suave, blanda, cómoda y solitaria cama. Es por eso que cuando las ganas de dormir son incontrolables, no me queda más que mirar el reloj del computador y rogar que la hora de salida llegue pronto.
Pero como todas sabemos, mientras más una espera algo, más tarda en llegar y el cierre de jornada se transforma en una utopía, la cual anhelas desde que estos ataques de sueño comienzan a manifestarse. Pero cuando miras el reloj y por fin quedan 5 minutos para que puedas pararte de la silla que te ha tenido atontada por al menos 10 horas, entonces disfrutas de esas pequeñas cosas increíbles de la vida, como guardar tus cosas, pararte, salir de la oficina y emprender el rumbo hacia tu amado dormitorio.
¿Soy la única que tiene problemas con el sueño en el trabajo?