No era mi pololo, ni alcanzamos a ser "algo"; sin embargo, es una desagradable experiencia que no olvidaré. Se llamaba (llama) Andrés y era treintón. Era de los que ama el fútbol y salir con los amigos. Cuando lo vi, no era para nada mi gusto: serio, de corbata y parecido a un mormón (de esos que te despiertan a las 10 am), pero tenía un aire a seductor que no me dejaba rechazarle una invitación.
Me invitó a un lugar carísimo a comer. Estaba algo incómoda viendo el menú, pero él insistía en que pidiera "lo que quisiera". Recuerdo que ordené una ensalada y él se rió diciendo algo que no me cayó muy bien: "típico de las mujeres, piensan que están gordas y piden pasto". En ese momento me pregunté qué estaba haciendo ahí, con ese cuico de pelo langueteado.
Cuando Andrés percibió mi cara de disgusto, preguntó si algo me molestaba o si quería ir a otro lugar. No sé por qué mentí y le dije que estaba bien. El resto de los minutos continuos de la "cita" se trataron de hablar de su trabajo, un equipo de fútbol que ni recuerdo y lo genial que era su hermano cantante. Estaba demasiado aburrida y comencé a mirar el celular cuando me tomó la mano y dijo: "¿vamos para otra parte?".
Nuevamente, desconozco por qué le di otra oportunidad a este momio. Quizás podría ser su perfume de Antonio Banderas o los dientes con blanco Petsodent, pero lo acompañé a una especie de bar que, evidentemente, era tan costoso como el restaurante. Para que no me criticara (casi como dándole el gusto), pedí medio litro de cerveza negra con salsa de tabasco. Él pidió el whisky "más caro" que tuvieran.
Al fin me tocó conversar a mí. Le conté algo de mi vida pero, pese a que me miraba fijamente, noté que realmente no me estaba escuchando. Tenía esa mirada vacía de un político en debate o de un jefe al que no le interesan sus empleados. Para pillarlo le pregunté: "¿y tú, qué piensas?", y sorpresivamente me respondió con coherencia, aunque no de una manera muy agradable.
Esta vez intenté pagar la mitad de la cuenta y él no me dejó con la excusa de: "ya lo pagarás después". Esa frase psicópata me heló la piel y decidí poner algo de dinero sobre la bandejita del garzón. Tomó el dinero y lo metió en mi cartera, insistiendo que las mujeres no tienen por qué pagar. Ya estaba bastante chata de su caballerosidad barata. Sus frases acosadoras sólo me hacían pensar en la forma más rápida de tomar un taxi e irme a la casa.
Luego insistió en ir a pasear "por ahí" y nuevamente acepté. Soy una mujer de carácter, pero insisto que Andrés tenía "algo" que no te dejaba decirle que no. Fue ahí cuando me preguntó qué pensaba sobre él y le comenté que me parecía un hombre inteligente, pero algo machista y que no tenía mucho que ver conmigo. Explotó en risa e intentó darme un beso. Lo corrí de inmediato y le pedí que me fuera a dejar al taxi.
Cuando llegamos al lugar donde pasaba la locomoción colectiva, me pidió que me quedara, pero esta vez me negué rotundamente. Ahí me preguntó si nos podíamos ver otra vez, a lo que respondí que "podría ser" (a sabiendas que no lo quería ver más). Me intentó pasar dinero para el taxi y no se lo recibí: se enojó un montón. Pero en vez de ofenderme, me tocó el trasero y dijo: "tan cara que me saliste y ni siquiera me lo agradeces como se debería". Traté de pegarle una cachetada pero él imbécil era muy alto.
"¿Puedes irte?", le grité enojada. En otro contexto le hubiese dicho que es un desgraciado y que ojalá muriera, pero estábamos solos esperando un auto que nunca llegaba. Andrés se quedó parado y comencé a sentir miedo buscando algún número de taxista en mi celular. "¿Por qué acepté esta invitación?", me repetía a mí misma mil veces y rezaba para que este pelmazo se fuera.
Después de un largo silencio empezó a hablar que las mujeres estábamos mejor en otras épocas, cuando no teníamos voz y nuestra "única misión" era planchar las camisas, hacer comida y cuidar a los niños. Que en "estos tiempos" había tanta mujer inepta trabajando y echando a perder el mundo laboral. Estaba enrabiada y caminé para otro lugar mientras este loco de remate me seguía. El terror que sentí en ese momento es indescriptible.
Casi como un regalo del cielo llegó el taxi y me subí rápido. Tenía la idea de gritarle algo o levantarle el dedo del medio, pero Andrés me escupió en el pelo y gritó: "¡puta!". Me fui llorando de camino a mi casa. El conductor vio todo el espectáculo pero no hizo ni dijo nada, sólo me preguntó si me molestaba que encendiera un cigarrillo. Le dije que sí, pero lo hizo igual.