Me encanta la primavera. Me encanta disfrutar de ese tímido sol que llevo meses extrañando y que, en verano, se vuelve insoportable. Sin embargo, este año nuestro querido amigo se ha hecho de rogar. Los días han sido fríos y hasta hemos tenido que sacar nuestros paraguas. ¿Por qué? No lo sé. Lo único que sé es que las noches están más heladas que nunca, y mi friolento cuerpo comienza a reclamar.
Por lo mismo, tuve que volver a sacar mis gruesos calcetines de lana. Esos que por sí solos parecen zapatos, y que te hacen sentir que caminas sobre nubes (¡cómo se nota que me encantan!). El único pero de estos maravillosos compañeros es que nunca encuentro de mi talla, y todos los pares que tengo me quedan grandes. Hasta ahí, ningún problema… ¡Excepto cuando llega la hora de dormir!
Sí, aquí viene la parte terrible: me pongo mis hermosos y calentitos calcetines, me acuesto y emprendo el viaje del sueño. Sin embargo, no pasan muchas horas antes de que me despierte con una pequeña molesta: uno de pies está muriendo de frío. ¿La causa? Uno de los calcetines se rebeló contra mí y decidió emprender una incursión al fondo de las sábanas. ¡Cómo odio cuando sucede eso!
Muerta de sueño, tengo que enderezarme y comenzar a buscar a mi escabullido compañero. Busco y busco hasta que lo encuentro, me lo pongo otra vez y vuelvo a dormir. Pero hay noches en que el cansancio es demasiado, y aunque me despierto sin un calcetín, me da demasiada flojera buscarlo e intento volver a conciliar el sueño.
¡Grave error! Me despierto una y otra vez, sintiendo mi pie helado. Es algo así como intentar dormir con la televisión prendida: de vez en cuando el ruido te despierta, y finalmente sientes que dormiste muy mal. ¡Qué terrible es perder un calcetín en medio de la noche!
Y a ti, ¿te ha pasado algo parecido?