Mujeres y hombres sin distinción hemos padecido sangre, sudor y lágrimas, producto de ese angelito traidor que nos zumba al oído y nos hace hablar de más. Aquel que nos compromete a hacer un esfuerzo enorme e innecesario, aunque no tengamos ganas o nos falten las condiciones. Todo, por no saber decir NO.
Al asentir a un favor, al principio quedamos regio con el otro, y hasta nos enorgullecemos; pero sí de entrada sabemos que el acto es una carga, quizá todo el esmero del mundo no baste para obtener resultados. ¿No te ha pasado ir a comprar con lo justo y tentarte con algo que te recorta el presupuesto? A veces, darse un gustito indebido deja un agrio sabor.
¿Qué cuesta decir que no? A veces, mucho. Lo más gráfico: ¡qué difícil es decirle que no a la petición de un hijo si no tienes plata!. Muchos lo hacemos - aunque quedemos endeudados hasta el cuello -, para darle en el gusto. Lo malo viene después. Y nos pasa a todos, constantemente. Compramos un juguete navideño que pagamos hasta el siguiente Año Nuevo.
Esa debilidad tan humana como traicionera, es simplemente, falta de asertividad, e incide en las malas decisiones. Esas que acarrean malestar, sufrimiento y una cadena de malos ratos, producto de la sumisión. Y al revés, también es fatal negarse a lo que se quiere.
De plano, es agresivo el hecho de no permitirse cosas tan importantes como amar cuando se ama, o no trabajar porque la pareja no lo estima necesario. La carencia de auto-respeto nos impide aplicar nuestra voluntad y superponer nuestra autoestima, en cosas tan simples como usar determinada ropa - pese a que a la mamá le moleste -, o salir con amigos aunque el ser amado se indigne. Es algo que podría llevarte a alcanzar niveles tremendos de frustración y estancamiento, si se llega a la dependencia de la pareja o de quien sea, para poder pensar siquiera en moverse. Se está siempre bajo un yugo esclavizante, porque la autonomía se ha anulado. Nada peor que nos dejemos programar por los deseos de un tercero.
Claramente, no insto a la búsqueda infructuosa de perfección, sino a un justo equilibrio. Ese punto preciso donde nos respetamos y respetamos al entorno, se llama asertividad. Es algo en lo que debemos pensar antes de tomar cada determinación, porque decidimos todo el tiempo. Cada idea, tarea y desafío, exige una definición. Todos los días se inician con la disyuntiva de si nos despertamos o si seguimos durmiendo, si nos levantamos o no, y tenemos una retahíla de pequeñas y grandes elecciones que a veces son concluyentes en nuestra vida.
La lección es que siempre debemos priorizar aquello que queremos hacer, y simplemente hacerlo cuando aquello no afecte a nadie más. Si temiéramos dañar a alguna persona, la comunicación es la salida. Siempre se puede dialogar y llegar a un acuerdo conveniente para ti y tu interlocutor. Dale una expresión amable y exprésate en coherencia con tu propósito. No te guardes nada, y lo más probable que ocurra, es que lleguen a un acuerdo.
Si no hablas, te irás con la amargura de no haberte respetado, y se la transmitirás a todo tu entorno.
Ve a poner en práctica la asertividad, ¡en todos los planos de tu vida!.