Sucedió cuando sólo era una niña y creía en la existencia del reino de las hadas. Fue ahí que descubrí que una de ellas me era totalmente cercana...
Mi antiguo colegio - un precioso edificio con amplios jardines -, estaba lleno de árboles y, en medio de una reunión de apoderados, mi viejita se sentó a ordenar unos papeles en el cerco de uno de ellos. A los pocos meses, aquel árbol - entre los muchos que habían - fue el único en florecer. Llegué entonces a la conclusión de que ella era un hada, y que las pequeñas flores rosadas surgieron gracias a su magia. Claro, germinó porque era un cerezo; no obstante, por años creí a pies juntillas que dio frutos como producto de su encantamiento.
Razones para llegar a dicha conclusión me sobraban. Así como el árbol, ella era fuerte, pero su sonrisa hacía aflorar dulzura aún en los peores momentos. No importaban las circunstancias externas, o cuán enojada / frustrada estuviera. Cualquiera que fuese la pena o preocupación, entre sus brazos venía la certeza de que todo estaría bien. Ella hacía florecer mi vida y mi alma entera, así como el cerezo.
Me fue concedida un hada que hizo mi vida dulce como las guindas, fue mi pilar - como un árbol fuerte - y el color que dio luz a mis días. Aunque - como canta Freddie Mercury en el temazo "Show must go on" - los cuentos de hadas no mueren; crecen. Y ella creció demasiado. Debió ser devuelta al reino de las hadas, dejando en mi alma un vacío imposible de llenar. Pero la sigo buscando: en cada nueva “magia” de la naturaleza, en las sonrisas sinceras, allí está. Estoy cierta de que la encontraré entre los pétalos de la flor del cerezo. Porque sigo creyendo en las hadas, ya que tuve una de ellas y me fue arrebatada. O bien, continúa allí, haciendo que los guindos de esta fría primavera aún reluzcan en vibrante colorido.