Todos tenemos de esas historias románticas, que nos sacan un suspiro y algo más. El “detalle” surge cuando esos hálitos reflotan pese a que la vida ya está formada, y el rostro del protagonista, se evapora producto de la realidad. En mi caso, el destino que soñaba dio un rotundo giro, pero si bien tengo las cosas muy claras, el corazón es grande y la experiencia es grata. Puedo sonreír al recordar.
Fue hace tantos y tan pocos años a la vez… Lo evoco como si lo estuviera viendo. Una tarde cualquiera, en la empresa donde trabajaba, de pronto mi corazón se deshizo por una presencia decididamente varonil, altiva e iluminada por los ojos más lindos que haya visto, hasta entonces. Era "Él". Mi primera obnubilación ante el género masculino. Por supuesto, dada mi inexperiencia, y esa cosa vergonzosamente inocentona que tiene una cuando es “señorita” a los veintitantos, descarté toda posibilidad de hablarle. Y claro, si hubiera sido por mi entonces escuálida personalidad, jamás lo hubiera conocido.
Si bien creo que ese día él ni siquiera advirtió mi existencia, la vida me sorprendió, como lo ha seguido haciendo; al parecer, empecinada en que no lo olvide. Y no está mal. Sin nada que ocultarle a mi marido, tengo algo muy lindo de esos años, guardado a sello. No existe algo peor que renegar del pasado, y siempre vale la pena rememorar eso que nos hace bien, porque nos conecta con lo mejor de nuestro ser.
Tras meses de la primera “aparición” del chico guapo y de buen porte que me tenía volando en la nube más rosada que había en mi mente de Hello Kitty, y a propósito de nada en particular, mi tía me comentó muy animada, que había atendido en su local, a un joven muy atractivo, y con un discurso bastante parecido al mío, asentado en los estudios, la academia, y los animales. Tanto la agradó el muchacho, que me exigió que le escribiera un e-mail, porque le había contado la retahíla de cualidades que ella me atribuía, y él… me quería conocer. Después de querer excavar el piso para enterrarme, por supuesto que le reclamé la “promoción” que seguramente, le había exagerado de mí. Aunque no podía enojarme. Mi tía era mi pariente más motivada en que por fin se me quitara lo pava, y comenzara a despertar…
Obviamente, jamás escribí ese e-mail. Pero me llegó una respuesta mucho más directa. ¡Tamaña sorpresa! El chico que tanto me había maravillado en mi trabajo, apareció frente al mesón donde yo atendía, mirándome sólo a mí. No sé de qué color me habré puesto y, torpemente, me negué a la invitación que me propuso, para salir y frecuentarnos. Temí que fuera mera cortesía, y presumo que mi expresión no fue la mejor. Ni siquiera, cuando al escuchar parte de su texto, advertí que mi príncipe de cuento y el referido de mi tía, eran el mismo hombre cordial y encantador.
Por decisión suya, o por porfía de la vida, ya no pude esquivarlo otra vez. Muchas veces tuve que atenderlo como a un comprador más. Y tantas otras, sonreírle porque ya no lo podía evitar. De una cita para robarnos un beso, pasaron unos 3 años de un precioso vínculo. No hablo de “relación” porque nunca pololeamos, pero no me quejo. Fue lo que la vida nos quiso regalar.
Hoy tengo una familia maravillosa, y una memoria llena de bellos recuerdos. Por eso, aún conecto mi gratitud con las experiencias que me hacen ser lo que soy. Y lo que siento no está mal. Realmente, guardo mis historias con aprecio equivalente a su valor.
Esos días de tanta candidez y aprendizaje, forman el tesoro de mis primeras ilusiones, y quedan lacrados con la imagen del apuesto caballero que, con los años, cambió de rostro y de identidad. Los amaneceres que no llegaron iluminados por sus ojos, se bendicen con la mirada presente y cierta de mi nueva vida. De un verde intenso, a un azul del cielo. Hoy mi caballero es el padre de mi hijo, y se llama realidad. Él hace que mis añoranzas y suspiros, sean un abrazo seguro para sentir.