Esta es una situación que siempre me pasa, ¡y siempre me estresa! Porque cuando estoy en mi casa me encanta lucir como un completo desastre: el pelo sucio y amarrado de prisa, los sostenes tirados en el suelo, mi buzo regalón que me hace sentir la más chica más flaca del mundo y, por supuesto, mis pantuflas ¡ultra cómodas!
Debo confesarte: me encanta la buena vida (y la poca vergüenza). Adoro tirarme en el sillón y ver Los Simpson, comiendo una barra gigante de chocolate. Y entonces, de pronto, sucede: alguien toca el timbre de la casa.
Cruzo los dedos para que sea un pedigüeño (como dicen mis papás), ¡hasta un testigo de Jehová me parece caído del cielo! Pero no: son visitas inesperadas. Aquel tío que siempre va el domingo en la tarde, sin avisar, y que prácticamente sólo te conoce en pijama.
A veces corro a mi pieza a cambiarme de ropa y ponerle algo de color a mi rostro de zombie, pero hay ocasiones en que simplemente no alcanzo: de pronto escucho un “hola” a la distancia, y mi cara se deforma. ¡Qué vergüenza!
Sé que no es tan terrible, estoy en mi casa y tengo derecho a vestir como se me plazca. Sim embargo, ¡odio que me vean desarreglada! Y me refiero al punto en que parece que te estuviste revolcando en el patio, o que estás a un paso de convertirte en la señora de los gatos. Mis papás y hermanos me conocen desde siempre y me da lo mismo, hasta mi pololo puede verme sin maquillaje y con ropa americana dos tallas más grandes, ¡pero nadie más!
Lo más estresante de todo no sólo es mi aspecto, sino que mi hogar luce igual que yo: es-pan-to-so. No he lavado la loza en dos días, la mesa está llena de platos y mi ropa se acumula en las camas y las sillas. Personas del mundo, ¡llamen antes de ir a visitar a alguien!
Y a ti, ¿qué te parecen las visitas inesperadas?