¿Te ha pasado que encuentras en el bolsillo de ese pantalón o abrigo que hace mil años no usabas un billete de cinco, diez o hasta veinte lucas? ¡Qué cosa tan maravillosa!
Hace unos días, el 24 de diciembre, víspera de navidad, la empresa en la que trabajo decidió no darme aguinaldo porque están cortos de presupuesto. Esa fue la gota que rebalsó el vaso: Hace unos días atrás me había peleado con una amiga, tuve una pésima semana en el trabajo y mi lavaplatos se averió. Más encima, estaba sufriendo el síndrome que de tanto en tanto llega a mí patudamente, como si lo hubiese invitado: el trastorno por “me siento sola/soltera y sólo quiero comer helado y ver The Notebook”.
Esperaba que me llegara ese dinero para poder darme un gusto, el único que me daría en el año: comprarme algo lindo y mi tan anhelado helado de mantequilla de maní con galletas a la crema. Ese era mi plan para la navidad, ya que sabía que estaría sola en Santiago y sin nada que hacer.
Triste, me acosté y sufrí por largo rato, sin embargo eso no duró por suerte, y decidí hacer de mi tarde productiva. Me puse a ordenar mi closet.
Es ahí cuando lo vi, en ese polerón que no uso hace mil años porque ya está muy viejo, habían 10 mil pesos. ¡Qué momento más feliz!
Al final, s{olo me alcanzó para el helado, pero la alegría que sentí en ese momento supe que no la volvería a vivir pronto, ya que son pocas las afortunadas veces en que encontramos dinero perdido.