Siempre escuchamos -y a veces decimos- que el amor verdadero lo cura todo. Esperamos al príncipe que sane nuestro corazón, pero en el camino a veces nos topamos con demonios venenosos que se nutren del dolor.
A muy temprana edad fui abandonada por mis padres junto a mi hermano, dos años mayor. Mis abuelos nos acogieron en su casa. Eran gente muy mayor para esa responsabilidad, pero todo marchó bien hasta que cumplí 6 años; mi abuela falleció y nada volvió a ser igual.
No pasó mucho antes que el viejo comenzara a verme con otros ojos. Muy de a poco, casi sin darme cuenta, se acercaba con lascivia a mi hermano y a mí, hasta que comenzó a abusar sexualmente de nosotros. Mi hermano luego hizo lo propio conmigo. Finalmente, la culpa lo llevó por el camino de las drogas.
Tuve algunos pololos en el colegio. Ellos se encontraban en plena etapa del despertar sexual y siempre terminamos mal; yo no podía ceder. Cada vez que me tocaban recordaba a mi abuelo y a mi hermano, simplemente no podía.
Mi mejor amiga me contó que le gustaba Leonardo, un amigo de mi pololo, amante de la lectura y la música, buen alumno y un año mayor que yo. Me acerqué a él para obtener información para mi amiga y ¡nos hicimos amigos de una!. Coincidimos en el gusto por la música y la animación japonesa. Además él era medio dark, lo que me parecía muy chistoso, pues estábamos en un colegio evangélico. Intercambiamos nuestros messenger y un par de meses después, subí una imagen a Fotolog contando que había roto con mi pololo y que me sentía destrozada.
Leo me invitó a salir; acepté. Nos quedamos conversando de la vida y de las cosas que nos gustaban. Mi partner estaba saliendo con otra persona, pero Leonardo y yo seguimos siendo sólo amigos, hasta que en un paseo por el mall me tomó la mano y nos besamos, casi por accidente.
Esa misma semana una emergencia familiar me obligó a viajar por dos semanas fuera de Santiago. Leonardo me pidió pololeo vía webcam y aunque fue súper raro para mí, ni siquiera pensé en decirle “no”. Cuando volví lo hicimos formal, aquel beso fue mucho mejor.
Muchos reprobaban nuestra relación; nuestros amigos, nuestras familias, los compañeros del colegio. Sólo un profesor nos felicitó y nos dijo que los polos opuestos se atraen ¡que si nosotros queríamos podíamos estar juntos!. Luego todo fue vertiginoso. Aunque no nos veíamos mucho, siempre encontramos la manera. Aunque de mala gana, mis amigas me ayudaban para arrancarme a verlo unos minutos antes o después del colegio.
Pasaron casi dos años. Mis limitaciones se hicieron cada vez más presentes y él, respetuoso y paciente, esperaba mi consentimiento incluso para besarme. Pero esos besos eran cada vez más apasionados y yo era incapaz de permitirle avanzar más lejos. El tiempo pasaba y la tensión sexual crecía. Lo intentamos muchas veces, pero cada una fue un fracaso. Sin saber qué hacer, terminé dándole mi primer sexo oral… no fue tan terrible como esperaba. Luego de eso, le expliqué que no estaba preparada, él lo entendió y decidió respetarme.
Los años pasaron. Estudiamos en la misma universidad y cada vez que la vida nos ofreció alguna dificultad, nos acercamos más y más. Nos amábamos, pero no lográbamos intimidad más allá de donde ya habíamos llegado. Sentí que era momento de contarle mi historia; escuchó en silencio y me entendió, me interrumpió ocasionalmente con alguna pregunta y luego me dijo que me protegería.
Al poco tiempo el “abuelito” se fue preso por violación ¡Me sentí libre! Fue como cerrar un capítulo y comenzar uno nuevo. Decidí que podía disfrutar de todo lo que durante años me quitaron. Ese invierno, en mi cumpleaños número 20, quise entregarme.
Leonardo fue muy cuidadoso, puso música suave y aunque dolió, fue mágico. Nos abrazamos y nos dormimos rápidamente, estábamos más agotados por los exámenes que por el sexo. De ahí en adelante, nuestra relación dio un giro de 180°; fue como la llegada de la primavera. Ya no había tensión, aprobamos todos los ramos y descubrimos mutuamente cada parte de nuestro ser, nos dedicamos uno al otro en cuerpo y alma.
Casi siete años han pasado desde que conocí a aquel niño a quien vi convertirse en el hombre maduro, respetuoso y amoroso que es ahora. Él me dio la mano cuando no podía levantarme, secó mis lágrimas, me abrazó y calmó mis demonios. Comenzó queriendo a una niña de 14 años y me convirtió en una mujer cariñosa y de corazón abierto que ama como nadie.
El amor, cuando es real, construye maravillas incluso sobre terrenos pantanosos. No tengo explicación para esta magia, quizás seamos almas gemelas. Quizás, como dice él, nos une el hilo rojo del destino.