Más de alguno tuvo en su adolescencia a alguien especial que conoció en la playa o el campo al que nos obligaban a ir nuestros padres. Sí, ese huaso que te movía el piso con un particular y ridículo acento. O bien, el chiquillo que venía de otra región y, al igual que tú, terminó en una cabaña con todos sus primos amantes de la lucha libre.
Si bien para algunos este tipo de vivencias parecen un mito, yo tengo una pequeña historia que contar.
Recuerdo un verano en que fui a un río con varias amigas. Hacía rato queríamos salir todas juntas, en un viaje sólo de mujeres. Reconozco que pese a ser la única soltera, no iba con intenciones de encontrar a alguien. Sin embargo, el destino se encargó de hacer las suyas.
Luego de armar las carpas -y deshacernos de nuestros celulares- decidimos ir a nadar a un río que se extendía frente a nuestras narices. A mí siempre me ha gustado la adrenalina y no encontré mejor aventura que lanzarme desde unas piedras que estaban junto al agua. Al igual que en un "trágame tierra", me quedé sin la parte superior del bikini y la corriente se lo llevó.
Ninguna de mis amigas se dignó a ayudarme. Las malditas disfrutaban la escena entre risas y yo nadaba detrás de la prenda, desesperada. Para mí mala suerte, el sostén llegó directo a donde se bañaban unos chicos. Todas quedamos heladas.
Por un momento dudé en ir a buscarlo, me sentí intimidada, pero mi orgullo era más grande(y amaba ese bikini). Me armé de valor y me cubrí el pecho con ambas manos para pedirles mi traje de baño. Aunque ellos intentaron disimular su risa, no pudieron ocultar que la situación les pareció terriblemente cómica. Él que se arriesgó y me entregó el bikini era un estudiante de construcción, de cabello claro y sonrisa digna de publicidad de pasta dental.
Es verdad: nuestro encuentro fue bastante inusual, pero el destino quiso que nos conociéramos. Ellos acampaban cerca de nuestras carpas y Santiago -el joven que me devolvió el sostén- no dudó en acercarse a mí.
No fue mucho lo que conversamos antes de que algo más pasara. Algunas de mis amigas se enojaban, porque -según ellas- las dejaba de lado. No pude evitarlo, el tipo lograba mantenerme entretenida. Estaba en un cuento de verano: nos besábamos en todas partes -del río-, veíamos las estrellas por la noche y nos prometíamos románticos encuentros luego de separarnos.
Cuando se fueron, no nos llamamos mucho hasta dos semanas después, cuando me preguntó si quería salir. Vivíamos en la misma región -como a dos horas de distancia-, así que no fue difícil juntarnos. Sin embargo, la magia no era la misma: no sabíamos de que hablar, no me gustaba cómo se vestía y al parecer tampoco le agradé mucho, porque ni siquiera quiso ir a dejarme al paradero.
Me fui algo triste o, más bien, desilusionada. Ese joven que me besaba en el río a mitad de la noche, me pareció un tonto más del montón. ¿Habrá sido la magia del verano?