Había cumplido recién los 35 cuando ingresé a Ingeniería Comercial en una universidad privada el año pasado. Si bien nunca sentí que existiera una diferencia importante entre tener 29 o ser treintona, al momento de encontrar mi sala de la primera clase lo noté.
Antes de hablar sobre mi primer año en dicha carrera, debo explicar que estudiar nunca fue lo mío. En realidad, era muy mala para levantarme temprano y no tenía mayor motivación por asistir a clases. Cuando cumplí los 23, caí en cuenta de todo el tiempo que había perdido, pero por azares del destino, quedé embarazada. Volví a desanimarme y me dediqué a "ser madre"; sin embargo, intenté tomar algunos cursos por internet y leía al menos dos libros al mes.
Cuando volví a recolectar ánimo, tiempo y dinero para estudiar, ya no sabía bien a qué carrera entrar. Por otra parte,había conseguido un empleo de garzona que me daba tiempo para carretear, estar con mi hijo y salir con amigos. Me costó varios años entender que para lo que quería hacer con mi vida necesitaba tener un título.
En el momento que me senté en el pupitre, al mirar a todos mis nuevos compañeros, pensé en todo lo anterior. A su edad estaba acostada con desánimo en mi cama y, a la edad de otros, probablemente estaba amantando a mi bebé. Todos me miraron cuando entré -porque llegué algo atrasada- y me presenté para romper la tensión. Casi nadie me pescó; sólo Marissa - de 26 años - que me prestó sus apuntes y me enseñó a usar la web de la clase.
Admito que me costó un montón aprender a usar los archivos que subían los profes y a adecuarme a la rapidez de los mensajes en Facebook de mis compañeros. Las presentaciones con Power Point que realicé al comienzo parecían tan retrógradas que muchos se rieron de mí, pero mi sentido del humor me ayudó a escapar de la situación. Odiaba el Twitter, no tenía idea qué era el Instagram y el carrete mechón me dejó la peor caña de mi vida. Llegué a primeros auxilios por culpa del vodka.
Pero aquí estoy. Conozco el peso de los años -¡sueno como mi mamá!- y no falto a ninguna clase ni dejo sin hacer alguna tarea. Estoy algo encantada con el profe de Administración que tiene mi misma edad -y una sonrisa preciosa-, con quien de repente vamos a tomar unos tragos después de clases. "No pareces de treinta", me dice cada vez que puede, lo que no sé si es bueno o malo.
Si bien no soy la típica mujer de 30 que describen las novelas - que tiene su propia casa y su vida más o menos resuelta - y me comporto más bien como una joven de diez años menos, estoy feliz de estudiar. Aunque mi mamá me repite que debería estar en casa cuidando a mi pequeño -que juega Play todo el día- y mi papá me alienta para formar una empresa asegurando que tengo buenas ideas, soy yo finalmente quien encontró la felicidad en este proyecto.