Una gran verdad - que nos cuesta horrores admitir - es nuestra afición a pedir consejos por doquier: al pololo, la mamá, la mejor amiga, los compañeros de trabajo, el perro, el gato, un foro de Internet, etcétera. Esto ocurre cada vez que nos sentimos “atoradas” y confusas respecto a una decisión que juzgamos trascendental (aún cuando sea de qué marca comprarle al hijo el uniforme o el pañal). El punto en conflicto es que, una vez recopilados todos los tips habidos y por haber, terminamos haciendo exactamente lo opuesto. Es decir, lo que nosotras queremos y no lo que nos recomendaron.
Es ahí donde vienen los reclamos de todos quienes gastaron tiempo y palabras analizando la situación, tal como si fuera la importante junta del directorio de una empresa. Nos dieron razones, pros, contras y elaborados informes de cada una de las opciones, así como también la conclusión más razonable. Y sí, es justamente aquella que desoímos (lo cual a los hombres les empelota). ¿Por qué lo hacemos? La explicación más certera y exacta, la entrega el meme después del salto.
Y bueno, más precisión imposible. Así es, tal cual. Lo que queremos no es que nos digan lo que tenemos que hacer, sino comprobar que la opción por la que nos inclinamos es la correcta. ¿Inseguridad? Tal vez, todas tenemos una cuota. Pero lo cierto es que sólo necesitamos que alguien nos “reafirme” que es el camino adecuado. Y si no lo es, pues ¡no nos importa!, igual lo tomamos. Al menos, ya sabremos a qué nos arriesgamos.
¿Contradictorias? ¡Sí, todo el rato! Pero esta condición forma parte de nuestro encanto. Por algo, un sabio consejo reza que hay que querernos, sin intentar entendernos. Así es que, cuando una de nuestras congéneres te pida un consejo, ya sabes que hará lo que ella desee, sin que importen demasiado tus argumentos (lo que no obsta que ¡necesite! escucharlos). Ergo, no te enojes y ¡sé paciente!; algún día, también lo requerirás.