Desde pequeño, cuando caminaba de la mano con mi mamá e íbamos al centro (Ahumada, Alameda, esos sectores), sentía un exquisito aroma que me llevaba flotando todo el camino. Una vez ella me dijo: "Son las mejores galletas de Santiago, se llaman "Tip-Top". Cuando llegue fin de mes, vamos a comprar. Son algo caras, pero valen la pena. Siempre comprábamos con tu papá cuando pololeábamos". No saben cuánto esperé a que llegara ese día 30. Cuando llegó, de verdad, fue un éxtasis. Lejos, pero lejos, eran las mejores galletas que en ese entonces había probado. Y la verdad, para qué andamos con cosas, son las mejores que he probado hasta ahora, a mis 29 recorridos y largos años.
Es que si hay algo increíble es la comida. Comer cuando uno se siente triste, feliz, melancólico, eufórico, da lo mismo. Lo importante es disfrutarla como mejor se te ocurra, y si son galletas, aún mejor. Lo que pasa con un determinado alimento es que no sólo te genera placer, sino que también evoca una infinidad de recuerdos que disfrutaste al degustarlo. Imagino que tienes algún plato que tu mamá siempre preparaba, pero que por maña no te comías. Bueno, para disfrutar de las galletas Tip-Top, la mía me obligaba a comer todas las que ella hacía, y como premio, me invitaba al centro, comprando para los dos.
Lo primero que llamó mi atención fue que las vendían por gramos o kilos. La primera vez, mi mamá compró medio kilo de galletas surtidas. "¿Medio kilo? ¿No será mucho, mamá?", "No, está bien. A mí también me gustan". Siempre había fila y mucha gente compraba. Sobre todo a eso de las 19:00 horas, cuando salían del trabajo e iban a sus casas. El olor era realmente llamativo. Olor a galleta bien hecha, a horno de la abuela, a chocolate caliente, a nuez moscada. Me sentía como Jean-
Veinte años después, la tradición se mantiene. Cada vez que ando por el centro, me bajo del Metro Universidad de Chile y lo primero que siento es ese olor que me lleva flotando directamente a la tienda, me hace sacar un número y esperar mi turno. Imagínense, 20 años y aún siguen vendiendo. No importa si ando apurado, el olor detiene el tiempo. Miro hacia el lado y ahí está mi mamá, como siempre, con su cartera negra y ese abrigo café que le encantaba, tomándome la mano y enseñándome las distintas variedades. "Elige las que más te gusten y nos llevamos medio kilo para tomar once". Las mejores y de las que me hice adicto fueron las de brandy. Ese galleta dura, como caramelo, pero que te deja un sabor crujiente en la boca. Siempre me llevo más de aquellas cuando paso a comprar. Miro de nuevo y mi mamá desaparece. No está muerta ni nada por el estilo, pero ya no vivo con ella. Las ansias de independizarme siempre estuvieron y finalmente volé del nido hace algunos años.
Creo que es tiempo, mamá, de invitarte a tomarnos nuevamente de la mano, sentir ese viento otoñal, mirar las cosas que venden los ambulantes, caminar por las diferentes calles del centro capitalino y sentir el sabor de esas galletas, ese sabor que me devuelve la infancia y me hace recordar tantas cosas. Porque la verdad, comer galletas Tip-Top es una pequeña cosa increíble, pero los recuerdos que se me vienen a la mente son grandes cosas más que increíbles. Es más, son completamente increíbles, porque las viví - y daría mi vida por vivirlas de nuevo - contigo.