Al tomar hoy el metro para hacer algunos trámites, me encontré con una chica que llevaba entre sus manos una pequeña y linda torta. Subió apenas al vagón, equilibrando el dulce entre las masas de gente que lo abordaban, afortunadamente no en horario punta. Ahí, como pudo, se sentó en el suelo mientras concentraba las miradas de prácticamente todo el pasaje.
Sonreí con ternura; en más de una oportunidad me he visto en la misma incómoda situación. He llevado tortas para festejos personales o para obsequiarla a “alguien especial”: mi pololo, mi hijo, mi mamá, etcétera. El problema es que cuando la compras lejos de casa - porque no tienes pastelería cerca - te expones a que se caiga al piso (me pasó una vez) o que algún tontito se haga el chistoso en la calle presumiendo de que es para él, mientras tú haces esfuerzos sobrehumanos por equilibrarla sin que se te cansen los brazos o se ladee. Y esbozas una sonrisa de fastidio ante cada comentario “simpático”.
Por eso, llevar una torta por la calle - y particularmente en el transporte público - es de las cosas más terribles que te pueden ocurrir.
Y a ti, ¿te ha pasado?