En una de esas noches capitalinas de carrete, lo conocí. Era alto (aunque considerando que soy baja, cualquier hombre es alto para mí), blanco, de contextura normal, ni flaco ni gordo, con una sonrisa bastante graciosa, porque tenía los dientes de ratón. Pero fue su personalidad extrovertida lo que me encantó. Tenía un poco de humor negro, sin pasar a ser cruel, divertido, bueno para bailar (aunque no lo hacía necesariamente bien), y tenía muchas historias burdas que contar. Así que junto a unos amigos, nos fuimos a seguir la fiesta en su casa.
Luego de varios tragos y risas compartidas, nos fuimos a acostar. Un apretón de manos llevó a un abrazo, el abrazo a un besito, el besito a algo más apasionado, hasta que ambos estuvimos de acuerdo en que era la hora de... bueno, ya saben. El chico besaba muy bien, no era ni muy soso ni muy bruto, así que estaba emocionada. Les prometo, niñas, que no sé en qué momento pasó, pero de repente, escuché un ruido. No podía discernir bien que era hasta que presté atención: ronquidos. Sí, ronquidos provenientes de él. ¿Es una broma? pensé. Pero no, no lo era. Ahí me di cuenta que los únicos movimientos que habían, eran míos; o sea, estaba prácticamente jugando sola. Intenté despertarlo y no lo logré, no sé que onda él, estaba tan profundamente dormido que si un camión hubiese pasado encima de él, probablemente habría seguido durmiendo. Así que nada que hacer; me di la vuelta y me quedé dormida, aunque como a las tres horas después, porque ¡sus ronquidos eran incesantes!.
Al otro día no le dije nada, pero si lo comenté en el desayuno con mis amigos, quienes empezaron a burlarse de él. Con eso obtuve en parte mi venganza. Él se excusó diciendo que estaba muy cansado, porque había trabajado hasta tarde y nunca fue su intención quedarse dormido. Me pidió disculpas, las cuales en principio estuve reacia a darle, pero después quedé feliz de haberlo hecho. Fueron las mejores disculpas que alguna vez recibí, si entienden lo que quiero decir...