Creo que existe una gran diferencia entre tener un gatito cuando somos pequeñas y tenerlo cuando ya estamos grandes. Cuando somos unas niñas el gatito es “parte de la familia”, y sólo nos dedicamos a disfrutar lo mejor de él: jugamos, nos revolcamos y lo acariciamos mientras se queda dormido. Los dos somos unos pequeños revoltosos buscando atención.
Pero cuando ya somos todas unas mujeres y el gatito está a nuestro cargo, el asunto se torna distinto. Entonces nos preocupamos cuando está enfermo, trabajamos para comprarle su comida y sufrimos al limpiar su caja de arena (para mí es todo un suplicio). Se podría decir, con toda propiedad, que somos unas “mamás gatunas”.
¡Y en una mamá gatuna fue exactamente en lo que me convertí! Sin quererlo (pero sí deseándolo con todo mi corazón), llegó a mi vida un pequeño gatito bebé. Y con pequeño me refiero a minúsculo. El pobrecito cabía en la palma de mi mano, y estaba en los huesos. Una querida amiga mía lo encontró en la calle, y decidí adoptarlo.
Quiero confesarte que ha sido una experiencia maravillosa. Ver a mi indefenso bebé crecer, adquirir confianza y convertirse en todo un jovencito es algo simplemente mágico. No te das cuenta de cómo pasa el tiempo, pero pasa. Un día apenas camina y al siguiente día ya puede dar grandes saltos, correteando por toda la casa.
¡Me encanta ser una mamá gatuna! Aunque he pasado mis sustos y me he enojado muchas veces (mordisquea todos mis zapatos y me trata como si fuera un pedazo de carne), el amor que siento por mi bebé gato es inmenso e incondicional. No exagero cuando te digo que lo considero un hijo, y que deseo darle lo mejor con todo mi corazón. La verdad, no imagino mi vida sin él.
Y tú, ¿eres una mamá gatuna?