Café, café, café, bendito café. A veces he llegado a pensar que tengo menos sangre y más cafeína corriendo por mis venas. Para levantarme día a día tengo toda una rutina: primero me doy unas vueltas entre las sábanas, luego miro el celular, hago un esfuerzo sobrehumano para salir de la cama y voy directo el primer café de la mañana. Puedo saltarme cualquier cosa: no comer pan, ni cereales, no peinarme, no hacer mi cama, salir apurada, pero nunca saldré de la casa sin haber bebido mi taza de energía. En el peor de los casos, voy corriendo con mi termo.
"Tomo café y luego existo"; ésta es una de las miles de frases que pueden identificar al adicto a la cafeína. Es toda una cultura tomar café y ser obsesivo en su consumo. Hay un sinfín de tazas con pensamientos y reflexiones dedicadas esta bebida. La experiencia hace al maestro y después de tantos años de consumirla, puedo aguantar varias dosis sin que me dé un ataque cardíaco. He intentado reducir la cantidad de tazas al día, pero cuando estás trabajando no hay nada como tener a tu lado un buen café. El olor me derrite y su sabor es mejor aún. Incluso he pensado en dejar de beberlo totalmente, pero mi fuerza de voluntad también ama el café. Cuando te juntas a copuchar con las amigas, el café hace que la conversación fluya.
El café es un gusto adquirido; cada uno sabe cómo le gusta. Unos lo prefieren amargo, otros cortado, hay gente que lo toma muy dulce y no falta al que le gusta la crema. Puedes elegir cappuccino, latte, en grano, molido, etc. A mí me da por temporada: a veces lo tomo sin nada, otras veces me esfuerzo y me preparo unos cappuccinos caseros, mientras que otras los combino con jarabes para darles un sabor diferente.
Si mientras lees esto solo piensas en ir a prepararte una taza, he cumplido mi misión.
¡Bienvenida al mundo de los que no podemos comenzar el día sin café!