El año pasado yo tenía armado un proyecto de vida en conjunto con alguien que, para darle dinamismo a esta historia, llamaremos Agente X. El plan involucraba mudarse al extranjero una vez que ella terminase sus estudios, ojalá a alguna ciudad universitaria donde yo pudiese postular a un doctorado, casarnos, adoptar más perros y hacer todas las cosas que las parejas hacen cuando buscan un “felices para siempre”.
No obstante, la vida quiso otra cosa. En un abrir y cerrar de ojos fue hasta la vista baby, hasta la vista departamento, hasta la vista auto, mascotas y relación de cuatro años y medio. Quedé flotando a la deriva con la única tarea de recomponer los pedazos de mi naufragio personal, reinventándome y redescubriéndome en el proceso.
Les voy a ahorrar las historias de soltería pero, como podrán imaginarse, pasé por la peregrinación típica: la clásica búsqueda en Tinder, los viajes de introspección solitaria a la playa y al campo, las eternas conversaciones con las amigas que descueran a la Agente X, diciendo que siempre supieron que algo andaba mal y etcétera.
Así llegó la noche del 3 de enero, cuando no sólo había cambiado el calendario sino también algo en mi interior. En vez de quedarme en casa con la resaca de Año Nuevo, decidí ir a un club acompañada de uno de esos amigos fieles que jamás se hacen de rogar para visitar la pista de baile.
Durante la noche el amigo fiel intentó engancharme a un par de chicas, pero no logré congeniar con ninguna. Tampoco me iba a pasar toda la fiesta buscando y, cuando estaba a punto de tirar la toalla, la vi en la otra esquina de la pista de baile. Sobresalía por su inevitable look de extranjera -esa marca que portamos todos los que no somos oriundos de un lugar- y bailaba junto a un chico que, asumí, no era más que un buen amigo.
Tras muchas miradas, un par de roces “sin querer queriendo” y la benévola intervención de un amigo que nos presentó, pude bailar con La Alemana (su alias de aquí en más) durante el resto de la velada.
La situación era ideal para alguien que estuviese buscando un asunto de una sola noche. Al menos eso pensaba yo mientras la llevaba a mi departamento: ella venía de visita por un par de semanas que terminaban ese mismo día, en el cual se devolvía a Colonia en un vuelo de las 11 de la noche.
Pero el destino siempre quiere divertirse a costa de una y estoy segura de que esa noche me flechó un bebé gordo con pañales tipo Cupido, porque cuando desperté a la mañana siguiente tenía esa sensación de que algo había cambiado para siempre.
Nunca supe si fue su mirada, el hecho de que insistió bastante pidiéndome el número telefónico o simplemente que anudamos un lazo invisible sin saberlo. Desde ese día hablamos sin parar a través de distintas aplicaciones: resulta que para que el amor crezca en tiempos modernos, a veces sólo basta contar con una buena química y una mejor conexión de WiFi.
El dilema era el siguiente: ¿se puede hablar de amor cuando no se comparte la misma cultura, hay 12.000 kilómetros de distancia y tu reloj está atrasado 6 horas con respecto al de ella? Añadamos a esto la locura que significa comprometerse con alguien con quien sólo has compartido 12 horas en carne y hueso.
Si una relación común y corriente con alguien en mi mismo país y ciudad había fallado tras cuatro años y medio, ¿cómo demonios hacer que esto funcione?
Todo en la vida me indicaba que era algo imposible. Mis amigas me preguntaban si tenía fiebre, mi hermana me miraba con cara de “te vamos a internar” e incluso yo misma dudé de mi capacidad para embarcarme en semejante aventura.
Para mi suerte, surgió una persona que me ayudó a ver lógica en todo este asunto: La Consejera. Para seguir con los nombres en código, esta amiga del trabajo me recordó que no se perdía nada con probar y que, realmente, lo que no tenía sentido era escribirle el final a una historia antes de que empezara.
Así que mandé a volar todo prejuicio e idea preconcebida, solté los miedos de los intentos anteriores, tomándolos como un paréntesis del que aprendí (errores que no cometeré dos veces) y actualmente llevo cuatro meses en una relación a larga distancia.
¿Cuál es el secreto? Ver ganancia donde los demás ven pérdida. Esto quiere decir que, como fallar en las relaciones es algo normal y completamente esperable, lo que asusta no es que todo se vaya al retrete sino que efectivamente sí funcione. Cuando todo está en tu contra tienes dos opciones: salir corriendo y pasarte la vida pensando en qué habría pasado si… o ponerte los metafóricos pantalones, tomar las riendas y, en el peor de los casos, terminar con una historia notable por contar.
La Alemana y yo podríamos terminar y entonces la vida seguirá su curso. El verdadero reto es descubrir qué haremos si esto funciona, si continuamos y establecemos un vínculo sólido entre ambas.
Así que no se qué pensarán o qué harían en mi lugar, pero yo voy por más historias. ¿Y ustedes?