Con la misma frecuencia con la que se alinean los planetas es que la cama se vuelve el mejor lugar del mundo. Desconozco si es porque están recién lavadas las sábanas, si es porque me depilé las piernas o porque simplemente estoy demasiado cansada: hay noches en que duermo profundo y cuando suena el despertador lo pienso dos veces antes de dejar ese tibio bolsillo de género, resortes y espuma.
Independiente de si estoy acompañada o no (enfrentémoslo, hay noches en las que el peso al otro extremo ayuda), existen esos momentos en el “lecho” que son como un unicornio montado en un arcoíris: perfectos y muy, muy raros.
La suavidad de la tela, la temperatura que se ha traducido en una tibieza balanceada, la almohada en la posición exacta y esa postura cómoda en la que tu cuerpo queda. Todos estos factores te hacen considerar seriamente la posibilidad de quedarte a vivir en ese espacio, al punto en que te imaginas a tí misma siendo visitada por amigos, parientes y colegas, cocinando ahí, comiendo ahí o estudiando ahí, tendida cual Bella Durmiente en el paraíso del buen descanso.
Eso sí. No nos equivoquemos, hay quienes interpretan esto como una señal horrible: ¿cómo lo hago ahora para meterme a la ducha y salir a enfrentar al mundo? Personalmente, yo lo tomo como un buen indicio. Las fuerzas del universo se coludieron para que no despertara con un humor de los mil demonios y lo voy a aprovechar, así que coloco la música más motivante que encuentre en mi playlist, hecho para atrás todas las tapas y continúo con mi rutina.
Además, siempre queda el perenne consuelo de que se podrá volver a ese santuario por la noche ya que, independiente de cuáles sean nuestras labores, todos tenemos que dormir. Por esto y mucho más, larga vida a la cama, ¡pero también a vivir fuera de ella!