Imagino que concuerdas si te digo que el tema de los moteles siempre trae consigo alguna anécdota, suceso extravagante o recuerdo inédito. Ya sea una salida “oficial” o “extraoficial” (si me entienden), quedará para siempre marcado en nuestro subconsciente para visitas futuras a esos antros/templos de pecado/placer.
En mi caso, les hablo como hombre poco asiduo a ellos. Más que todo, porque vivía solo en un departamento que siempre daba tranquilidad. Las salidas eran producto de la innovación y las ganas de mantener la pasión viva, quebrar la rutina o una escapada loca de fin de semana. El clásico y rico “¿vamos?", "¡vamos!". Pero no soy de andar repasando los diseños de las habitaciones ni 1000 maneras de usar el jacuzzi. Siempre he pensado que cuando las ganas están y la química está, cualquier buen lugar sirve para disfrutar el sexo.
Pues bien, mi anécdota transcurre en mis años de soltería. Tres años duró ese período, así que como me entenderán las chicas que me leen, uno no logra mantenerse célibe: es necesario y parte de la vida tener un que otro encuentro cercano del tercer tipo. Volver a las pistas. Y para no aburrirlas, no hablaré mucho del preámbulo, porque no tiene mucho de especial. Ustedes saben: pub, unos tragos, unas buenas conversas, miradas cómplices y atreverse a dar el siguiente paso. Algunas lo niegan y reclaman que somos directos, pero otras reconocen que es mejor ir sin rodeos. Ese fue el caso. Ella, despampanante y risueña, me dejó las señales precisas para hacer la pregunta de si esto quedaría en una conversa más en un bar, o si pasaría a un encuentro casual. Andaba en auto, tenía unas buenas lucas – para ir a un lugar seguro y cómodo – así que en medio de la noche, las ganas nos hicieron partir rumbo al mundillo oscuro.
Llegando al lugar, se levantó la barrera y avancé con el auto. A unos 20 metros, apareció la típica señora que allí trabaja, con aspecto de que no quería seguir recibiendo gente y caminando lento. Comenzaba así el incómodo proceso de “dar la cara”, para luego pasar por fin a la intimidad del departamento, cabaña, suite o VIP (según el presupuesto). Pero esta vez la señora hizo todo distinto:
-¿Qué habitación va a querer? ¿Tiene alguna reserva? – dijo mientras yo bajaba el vidrio, ya casi apoyada en el auto.
-Lo que tenga disponible, pero con jacuzzi y espejos – dije yo, canchero, como siempre somos los hombres cuando estamos con las ganas.
-Oh! Señor, no lo había reconocido, qué gusto verlo de nuevo. ¿Usted es el que ayer estuvo en la 13 cierto? Adelante, está disponible nuevamente para ustedes – sentenció.
Y un silencio se apoderó del vehículo. Primero, yo nunca había estado allí. Segundo, porque dijera lo que dijera sería difícil que me creyera, si estábamos en un touch and go y fuimos al lugar por idea mía. Me deshice en explicaciones y le pedí a la señora que no me confundiera , pero ella insistía en decir que yo me parecía mucho y que estaba casi segura que había estado allí la noche anterior. Todo mal.
Llegamos a la famosa habitación 13, buena ambientación, pero el ambiente era fúnebre. Miradas, silencios, cuerpos quietos. Toda la jovialidad y temperatura que había en el auto pasó de un momento a otro a un cubo de hielo, más frío que la copa de champaña barata que había sobre la mesa. Y ya habíamos pedido doce horas allí.
No duramos más que dos horas de intentar renacer el fuego, sin éxito (aún no tengo la fórmula para quitarle el enojo a una mujer en ese estado), así que le dije a la chica que mejor nos íbamos y yo la pasaba a dejar. Con una mueca supuse que me dijo que sí. Tomamos las cosas a la rápida y la dejé en casa de una amiga, como a media hora de allí. Me devolví manejando, echando epítetos todo el trayecto hasta que - llegando a mi casa - me di cuenta de que dejé mi celular bajo la almohada. Irrepetible lo que exclamé.
Partí de regreso, ya avanzada la noche y con la sensación que el pique era sin posibilidad alguna de encontrar el celular. Llegué y me atendió otra señora, por suerte. Le expliqué la situación y me dijo que esperara a un costado para ver si podía entrar a la habitación o hablar con quienes en ese momento la ocupaban (todos sabemos que el relevo es inmediato). Así que me armé de paciencia, paré el auto y me bajé a esperar un rato, con esa sensación de que la vida transcurría en otro lugar.
Minutos y minutos pasaron, hasta que volvió con el teléfono. Me lo entregó y me pidió disculpas, algo que la que verdaderamente me había embarrado la noche nunca hizo. Tomé mis cosas y me subí al auto, en el preciso instante en que otro auto me hacía luces para avanzar.
Fue allí cuando coronó la noche algo que al menos le dio un nuevo sentido: en un auto último modelo, llegaba un conocido famosillo junto a una chica. Ambos, a futuro se convertirían en una de las parejas más conocidas de nuestra farándula local. Con cara de incógnitos, me hicieron un gesto cómplice para que avanzara, a lo cual accedí.
Mal que mal, ellos iban a tirar esa noche y yo ya no.