Cuando cumplí catorce años, había ahorrado durante meses. Tenía muchas ganas de comprarme una minifalda que mis padres jamás en su vida me permitirían usar. Pensé que mi graduación de básica era la instancia perfecta para usarla. Sucedería en la tarde y sin padres por unas horas, así que nadie se molestaría. La compré, la escondí en mi mochila y apenas llegué a la fiesta entré al baño a cambiarme.
El resultado fue indescriptible; decir mágico es muy poco, aunque es lo que se me ocurre. Mi camino del baño a la mesa fue dejando a todos en silencio. Apenas me senté, mis amigas dijeron "¡¿Catalina, qué te pasa?!", sonriendo entre sorprendidas, entusiasmadas y asustadas porque aquello les sonaba casi ilegal.
A mí, en realidad, me interesaba sorprender a dos compañeritos que me gustaban mucho, llamémosles Roberto y Miguel. Quería que ellos me dijeran cómo me veía en minifalda. Quizá también ver cómo se verían ellos al contemplarme en esa facha. Roberto se pasó toda la fiesta viéndome a lo lejos con su grupo de amigos, Miguel me saludó extrañamente nervioso, algo estúpido acerca de las mochilas, para luego irse avergonzado. Nadie habló de mi minifalda, pero todos la tenían presente.
Yo me sentía nueva, ligera. Algo tiene de empoderante saber que pones nerviosos a los demás.
Terminando la fiesta, aún de día, mi grupo de amigas y yo iríamos a casa de una de ellas, desde donde nos recogerían nuestros padres. A mí se me ocurrió que como sólo eran unas cuadras, me iría con la minifalda puesta. Y bueno, mala idea.
En la primera esquina, un hombre estuvo a punto de arrollar a un peatón por voltear a verme. Un grupo de estudiantes de un liceo cercano comenzaron a gritarme "Mira na’más como nos traes, Yo te acompaño…" y cosas así. A unas cuadras de la casa de mi amiga, unos albañiles dándose codazos entre ellos me silbaron y dijeron cosas cómo “Mijita” entre otras que voy a ahorrar aquí y que hacían ver a los secundarios como muchachos muy decentes. Mis amigas les gritaron insultos y yo apuré el paso; ya no quería estar más en la calle. Me pregunté cómo es que no se daban cuenta que sólo tenía catorce años, y porque no todos los hombres serían como Roberto y Miguel, que se ponían nerviosos y ya.
La guinda del pastel sucedió al llegar a la esquina de la casa de mi amiga. Ellas querían ir a la tienda y yo preferí llegar sola, por no estar más tiempo afuera. Esperaba para cruzar la calle cuando un hombre (que yo pensé que estaba muy viejo y que ahora supongo tendría 30 o 40) me preguntó, ¿Oye guapa, estás trabajando? Y yo ya no aguanté más; le grité: "Tengo catorce años, estúpido" y crucé la calle a riesgo de que me atropellaran. Llegué llorando a la casa de mi amiga y me senté en la puerta a esperarlas. Me sentí desolada.
Sobra decir que nunca volví a usar minifalda. Mis padres me regañaron, sobre todo mi madre, que para mi sorpresa dijo que era mi culpa. Yo pensaba que sería mi padre el que dijera eso, pero él sólo me dijo que hay que saber cuándo y dónde y que no tenía edad todavía.
Pienso en estas cosas porque hace poco se casó una amiga y a mí se me ocurrió que era un buen momento para usar minifalda. He conocido muchos Robertos y Migueles en mi vida y ahora sé cómo encontrarlos. Por lo demás, entiendo que no es justo culparme a mí de la poca capacidad de control de impulsos que tienen los hombres en general, pero sé qué parte juego. Así es que me compré una de estas prendas y la utilicé en el evento.
Unos metros antes del salón de fiestas había un grupo de jóvenes con camisetas de equipos de fútbol, claramente alcoholizados. Yo pensé, "bueno aquí viene otra vez, sopórtalo Catalina". Y luego pasé. Ninguno volteó a mirarme; nadie me dijo nada, nada. No sé cómo me sentí, creo que un poco defraudada. No sé, tenían que mirarme y no lo hicieron. Ya soy adulta, estaba regia y ¡por Dios, quién los entiende!.
Y tú, ¿has vivido algún chascarro por cómo te vistes?