La rutina es la trampa más fácil donde los seres humanos caemos y volvemos a caer. Es como si nos hubieran insertado un chip. Alguna mente malvada nos quiere robotizar y que seamos más mecánicos de lo que en la mayoría del tiempo somos. Y resulta que ¡hay tantas cosas que se están escapando frente a nuestras narices y no nos damos cuenta! Es como si en nuestras manos nos derramaran oro y abriéramos los dedos dejándolo escurrir. El tiempo que se pierde no se recupera. ¡Y nos es tan difícil ser conscientes de esta verdad!
Voy a contar una de las tantas veces que he caído en esa trampa. Tengo una esposa hermosa, pero de verdad es hermosa. No lo digo por complacerla o como cliché, sino orgullosamente. Y tenemos un hijo de casi 6 años. Muy vivaz, despierto, gracioso, hablador. Tanto que siempre llegamos al punto de tener que mandarlo a callar. De verdad, se los podemos prestar un día y con seguridad nos los van a devolver mucho antes de lo acordado. Y estoy yo; entregado a mi trabajo, al que quiero como a otro hijo. Me gusta ser responsable, llegar a tiempo, entregar mis deberes el día y hora pautado.
¿Nuestra rutina como familia? ¡Fácil! De lunes a viernes, el niño al colegio y los padres a trabajar. Almorzamos a mediodía y seguimos con nuestros asuntos. El niño sale del colegio a las 4, luego la madre lo recoge y lo lleva a karate, lunes, miércoles y viernes. Los martes y jueves el padre lo lleva a la natación. Luego de estas actividades, pues a la casa: a hacer los deberes escolares, cenar y a la cama. Se acabó el día .Luego, llega el temido fin de semana. Bueno, es que a mí me aterra. Son días en que no sabemos qué va a pasar. Y comienza la guerra: el niño que quiere ir al parque, la mamá que quiere ir a un resort, nuestro compadre Juan que nos invita a visitarlo y parrillar, etc. Entonces yo, como buen torero, empiezo la faena: excusarme. ¿El objetivo? Quedarnos en casa. ¿Qué mejor lugar panorama para el fin de semana que ver TV por cable e hibernar en la cama? Para eso ya le compré al niño el último videojuego. Claro, a la esposa hay que convencerla, pero un rico sushi a domicilio es el mejor argumento. ¿Para qué cocinar?.
Bueno, el punto es que esta estrategia me funcionó perfectamente por 6 meses. No salir el fin de semana se había vuelto parte de nuestra rutina, la misma que nos enceguece y mecaniza nuestros actos. Pero un día, mi hijo se acercó y me dijo con sus ojitos tristes: "papi, quiero ir a la playa". Vivo muy cerca de una y venía posponiendo hacía tiempo una salida, así es que en verdad no tuve armas para combatir sus ruegos (que imagino contaban con la complicidad de su madre). Le prometí que al día siguiente iríamos. A regañadientes, empecé a imaginar "el martirio" de tener que levantarme temprano, llevar al auto el cooler, las sillas de playa, la comida para el camino, tener que parar a comprar bebidas, hielo, etc. Qué fastidio. Todo sea por complacer al chiquillo.
Luego de una jornada que fue más o menos lo que imaginaba (conducir por un rato, equipar el auto, hacer paradas obligadas), por fin llegamos a la playa. Hermosa arena blanca, mar azul turquesa, cielo claro y sol radiante. Ese paisaje me abrió la mente. Es como si con un chasquido me hubiera despertado de una hipnosis. Sentir la brisa marina me hizo sentir vivo. Parecía que me hubieran inyectado una dosis de energía. Miré a mi hijo y su rostro dibujaba una sonrisa, que denotaba inmensa alegría. Corría hacia el agua del mar, se devolvía gritando y se lanzaba a la arena. El rostro de mi esposa era aún más hermoso, algo que parecía imposible. Su mirada me decía "te amo", sin siquiera escuchar el sonido de su voz. Nos sentamos tomados de la mano viendo a nuestro hijo feliz, sintiéndonos dichosos y bendecidos.
Jugué con mi hijo en la arena. Abrimos un hueco y nos enterramos hasta el cuello. Él reía, estaba fascinado. Comimos en familia, sin ningún tipo de aparato electrónico pendiendo de nuestras extremidades. Sólo nosotros conversando, riendo, mirándonos. En un momento me levanté a buscar algo al auto. Mientras caminaba, me sentí culpable por haber perdido tanto tiempo y no haber disfrutado antes momentos cálidos e importantes, ¡sólo por pereza y rutina!.
Apreciar las cosas bellas que nos rodean es muy simple. Para ello, no necesitamos experimentar crisis ni tener mucho dinero. Basta con tomar conciencia del tiempo y el espacio, vencer la comodidad que nos insta a actuar como robots, subir la mirada y apreciar el color del cielo. Con sólo cambiar esos pequeños detalles, podremos vivir el día más a plenitud.