Está comprobado: el invierno deprime a gran parte de la población, convirtiendo las caras tristes en un virus que se propaga entre quienes menos pensamos, formando una verdadera red de nostalgia colectiva.
El frio aumenta cada día –como en esa película en que todo se congela- y más allá de nuestras manos secas, nuestras caras frías y los labios partidos, hay otra realidad que se mueve silenciosamente entre nosotros. Se expande en cada resuello lleno de vaho que soltamos por las mañanas, cobijados en nuestras bufandas anchas y gorros de lana, que tapan la visual alejándonos del espectáculo que nos da el entorno. Ese café que nos da calor, nos impide reparar en ese hombre o mujer que respira entrecortado, que tirita o que duerme a tu lado sin más arropo que una delgada chaqueta. Sé que lo has visto, sé que sabes que está ahí, pero que no te has detenido a pensarlo con detención: de todas maneras no le conoces y seguro no es tu responsabilidad. Tienes razón, no la es.
¿Sabes que es lo más triste de esta historia? No que ese personaje tenga frio, sino que lo ignoremos. Y existen mil situaciones más en que nos hacemos los desentendidos incluso cuando es gente que sí conocemos. La verdad es que no es nuestra responsabilidad suplir sus necesidades, pero hacerlo nos hace bien: nos hace empatizar, sacándonos de nosotros mismos. Nos invita a dejar de lado nuestros propios problemas, recuerdos tristes y las mismas depresiones de estación. Gran parte de la gente que se siente triste no tiene actividades que le hagan feliz: se ha sumergido en la obtención de elementos materiales o de objetivos “personales” que no dan espacio a la alegría y al divertimento. Ya no ríen con las mascotas, ni con las gracias de los bebés, no se conmueven con un arcoíris o con el canto de un pájaro. Y es triste, porque son las suma de las pequeñas cosas las que te hacen reconocer que estás viviendo, que aún sientes, que aun te puedes sorprender con una sonrisa.
Si alguna vez has sido feliz, sabrás que es una sensación que embriaga desde el interior y que explota en risa, en abrazos, en saltos e incluso en lágrimas. Si hace mucho que lo experimentas, es tiempo de sacudirse el frio de invierno y llenar el mundo de sonrisas, de gestos, de pequeñas muestras de amor; no sólo por ellos, sino también por ti, porque a ti te hace bien.
Esta reflexión quizás un tanto extrema no busca provocar una especie de culpa, por el contrario: busca hacerte levantar la cabeza y mirar al del lado, remover ese hielo que ha endurecido nuestros corazones y que no nos deja sonreírle a un extraño, regalarle un café a esa señora que vende parches en la misma esquina o compartir el desayuno con alguien en el trabajo. La mejor forma de entrar en calor es moverse, así es que ¡muévete!. No dejes que tu corazón se enfrié.
Anímate, comparte tu sonrisa y verás como este invierno pasa más rápido.