Tal como versa el dicho popular, “guatita llena, corazón contento”, mi estado de ánimo depende en gran medida de qué tan satisfecho se encuentre mi apetito. Y es que amo comer, ¡con todo mi corazón! Digo, ¿a cuál de nosotras no la pone de buen humor un gran trozo de pizza?
El problema de mi loca obsesión por la comida es que, cuando tengo hambre y no encuentro nada para saciarla, comienza a brotar mi monstruo interior. Me enojo muchísimo, y me descargo con cualquiera que ose acercarse a mí. Seguramente sabes a lo que me estoy refiriendo: no es nada personal, ¡pero odio al mundo cuando estoy hambrienta!
Por lo mismo intento evitarlo, pero hay ocasiones en que me es imposible comer a las horas que corresponde. Entonces, como por arte de magia, mi paciencia se agota. ¡Sálvese quien pueda!
Aquellas personas que me conocen hace años saben cómo soy, y no se toman mis ataques de manera personal. Me consideran, como se dice comúnmente, una “mañosa”. Sin embargo, pobres de aquellos que no me conocen tan bien, pues se llevan una terrible sorpresa al tener que soportar mi “genio hambriento”.
Lo más loco de todo esto es que, en el preciso instante en que como algo rico, se me pasa el mal humor. Así de fácil y simple. Basta tan solo una pequeña cantidad de delicioso alimento para que vuelva a ser la misma chica dócil y amable de siempre. Increíble, ¿no crees?
Y tú, ¿odias al mundo cuando tienes hambre?