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Rincón Fucsia

Crecer con una madre ausente

Publicado martes 6 septiembre, 2016 por Carolina Fernanda Rojas
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Crecer con una madre ausente
Imagen CC: Ryan and Sarah Deeds

Mi mamá me tuvo a los 16 años en una ciudad pequeña del sur de Chile. Mientras ella estudiaba en una nocturna para sacar su secretariado, en casa mi bisabuela cuidaba de mí. Mi papá no estaba presente ni ayudaba mucho económicamente, por lo que desde pequeña vi a mi madre sacrificarse el doble por las dos.

Entendí a muy temprana edad que debía intentar darle los menos problemas posibles, no pedirle absolutamente nada y hacer casi como si yo no existiera. Me esmeré en no causarle ningún malestar, porque siempre me hizo sentir que era un "cacho". Aunque no lo expresó verbalmente, lo demostraba con su cara. Siempre se le ha notado todo y creo conocerla mucho mejor de lo que se conoce ella misma.

En este contexto, mi vida sólo giró en torno al estudio y a portarme bien. Me convertí en un robot perfecto: una niña que nunca se equivocaba y que todo lo hacía de maravilla, la hija ideal, la que nunca dio problemas y que era excelente alumna. Esa amiga a la que tu mamá le encantaba que llevaras a casa y te decía que por qué no te le parecías. Mi madre nunca se dio cuenta: simplemente pensaba que era buena hija y estaba feliz con eso, el problema fue que no obtenía nada a cambio de parte de ella.

Trabajólica como ella sola, faltaba a mis presentaciones en el colegio, se le olvidaban mis materiales y siempre me hacía sentir como un problema más. No llegaba precisamente feliz a verme a la casa y una vez - por ir a probar suerte a la capital - me dejó sola con mis abuelas por tres meses. Esos 3 meses, para mi mente infantil, fueron 3 años. Tiempo después se puso a estudiar nuevamente para sacar su profesión. Al principio me dejaba con nanas, pero eso nunca me gustó. Prefería quedarme sola, era feliz dibujando y viendo tele todo el día, pero no sabía que en realidad nada debería haber sido así. La sensación de abandono constante causó en mi adultez varios estragos, empezando por mi poca tolerancia a la frustración, mala inteligencia emocional y los reiterados ataques de pánico que me daban en el transporte público. Esto, porque para llegar a ese nivel de perfección tuve que aguantar demasiadas cosas y en simples palabras: no dejarme ser.

Empecé a ir al psicólogo por consejo de mi misma madre. Claramente ella no tenía ni la más absoluta idea de que todo esto en parte es por lo que tuve que vivir y que ella tenía mucho que ver en eso. Gracias a la terapia hoy estoy mucho más sana, tanto mental como físicamente: logré conocerme y darme cuenta de que mi mamá hizo todo lo que estaba en ella para criarme de la mejor manera que podía y sabía. Si bien todo lo que pasó debería haberme convertido en una mala persona, fría, rebelde y sin la habilidad de dar cariño a los demás, logré tener mucho para dar y también recibir. La crianza, cariños y cuidados de mi bisabuela cuando pequeña calaron fuerte en mí, sembrando las bases de mi real esencia y forma de ser.

No la culpo por todo lo que pasó, porque hoy sé que gracias a eso soy quien soy y ella está orgullosa también de eso. Estoy contenta de sus faltas y también con esas decisiones que me permitieron aprender, aunque sea sola, pero aprender. Hoy en día tengo una hermanita hermosa, con la que mi madre podrá al fin hacer todo lo que conmigo no pudo: ser mamá 24/7. Y si piensa que conmigo fue difícil, con ella le será aún más y sé que seguirá equivocándose, porque nadie es perfecto. Pero aquí estoy yo para demostrarle que eso no está del todo mal, que del error nacen cosas buenas y que a pesar de todo la amo muchísimo, porque siempre será mi mamá.

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