Lo confieso: yo también caí en Tinder y toda mi experiencia fue un desastre. Para partir mi relato, debo admitir que siempre le hice el quite a esto del “romance virtual”, pero un día de aquellos donde le gritas al mundo tu soltería, porque no has superado un amor o tu ex ya se pasea de la mano de otra, se me ocurrió escuchar a una amiga…
Resulta que ella es algo así como fan de la aplicación de citas y ya ha conocido a Pedro, Juan y Diego sin ningún resultado certero. Pero a pesar de eso, siempre me estaba insistiendo con que descárgala, prueba, conoce gente y olvídate del gil. Cosa que yo no quería, pero como ella es la experta y admiradora número uno con cuenta pagada y escogiendo entre galanes de toda Sudamérica, me dije "¡filo, voh dale!".
Y así le di, la instalé y entré en conversación con dos personajes. Ambos parecían no estar tan locos, se veían decentes en la foto de perfil, no tenían tantas faltas de ortografía al escribir y después de hablar durante más de un mes con uno, decidí aceptarle una invitación de pastas y vinos en un restaurant de Lastarria.
De los dos que estaba conociendo, él me tincaba más. Eduardo era fonoaudiólogo, pero estudiaba una ingeniería y era más menos de mi edad, uno o dos años mayor. Me contó una vez que llevaba soltero casi un año y que su vida se centraba principalmente en alcanzar sus proyectos y que esperaba algún día encontrar a alguien con quien compartirlos. Hasta ahí me parecía normal, cuerdo y con metas, lo que le daba un punto más. Y como sus objetivos no eran a corto plazo, jamás descifré que en esas palabras se escondían sus verdaderos deseos de tener algo, con quien sea, pero tener algo.
La cosa es que, entre nuestros WhatsApp nocturnos desde un principio, siempre me preguntó acerca de mi ocupación, de mi salud, de los hijos que quería tener y bla, bla, bla…Todas esas conversaciones típicas de cuando conoces a alguien. Eso pensaba yo, pero en esa primera y última cita, en el debut y despedida del hombre, no encontró nada mejor que sacar el frac que llevaba en la billetera.
¿Cómo? ¿A qué me refiero? A que él - sí, ese hombre bien vestido, peinado y atractivo hasta ahí - quería puro casarse. ¡Sí, por primera vez yo me sentía el varón! Porque no es por ser machista, pero las guaguas y el vestido de novia generalmente lo llevamos las mujeres en la cartera y ¡no los machos! Pero este compadre era primera vez que me veía en persona y ya estaba imaginando una familia. Así me lo dijo: “no perderé el tiempo, yo estoy en edad de formalizar y busco una mujer que quiera compartir su vida conmigo”. Yo comía y tomaba para no decir nada y en mi cabeza pensaba: "¡con razón te dejaron!", "¡pobrecita tu ex!" y "¡no entiendes las redes sociales o aplicación de citas!" Porque son para buscar aventuras, pasarlo bien, tener un amigo con ventaja, si es que, pero nunca para buscar una esposa o a la madre de los hijos que todavía no tienes.
Así que, para arrancar luego, comí y bebí rápido, obligué a mi amiga - la “yo amo Tinder” - a llamarme y fingir un drama existencial para decirle a Eduardo: "¡pucha, me tengo que ir, mi mejor amiga me necesita!" Entonces le agradecí las pastas, porque sí que estaban ricas, y me fui a la velocidad de la luz a mi depto y lo bloqueé. Porque a mí me asusta la gente intensa, esos que se enamoran de ti porque les respondes todos sus mensajes o agradeces sus cumplidos. Como si no supieran que a nosotras nos encanta hablar, con cualquiera, todo el rato y que si dejamos que nos halaguen es sólo para sanar nuestro ego malherido.
Pero bueno, en conclusión, nunca más abrí el Tinder. Ahora puedo dar fe, con argumentos fehacientes, que todos los que esperan hacer contacto ahí están medios locos y no sé ustedes, pero yo prefiero loco conocido en vivo que loco por conocer en Internet.
¿Y a ustedes les ha pasado?