Pequeñas cosas terribles: ser crespa

Fabrizio Venegas Jun 27, 2016
Compartir:

Carolina tiene 27 años, es soltera, trabaja para una oficina de turismo y desde niña que sufre por ser distinta. Todas sus primas, tías, amigas , gozan de tener un pelo largo, negro, brillante, azabache, muy liso, digno de sus apellidos indígenas, que al igual que Carolina llevan con mucho orgullo.

Desde la adolescencia, Carolina debe muletear con alisadores de pelo, cremas, bálsamos, aceites, productos varios. Basta con que el envase tenga impresa la leyenda “pelo liso” para que Carolina lo compre.

Ella despierta cada mañana 2 horas antes que sus compañeras de oficina, pues sufre una condición terrible, la que nadie debiera jamás conocer: es crespa. Y sintiéndose una fiel y orgullosa representante de su etnia, se preocupa bastante en verse divinamente impecable de pies a cabeza. Nunca lleva siquiera un pelo frizzado. Gracias a su imagen siempre ha sido bastante popular, desde los tiempos de colegio y universidad, hasta ahora en su trabajo. Aún así, es bastante reacia a la hora de interactuar con hombres; particularmente torpe.

Su complejo por ser crespa viene desde su infancia, cuando su abuela materna se burló de ella por ser "india". Desde niña, cada vez que se le llamaba así, se sentía muy orgullosa de serlo. Ahora, como todas las indígenas suelen tener el pelo liso, Carolina reflejó el maltrato su abuela acomplejándose por ser crespa. Preferiría reportarse enferma antes que salir de casa sin alisar su pelo. Tanto en casa como en su cartera, escondía el alisador apropiado. Un día de invierno, todo salió mal: en la madrugada despertó tan alisada como al acostarse, somnolienta tomó una ducha y mientras desenredaba el cable de su alisador, percibió que la luz se había ido. Jugó con él interruptor, pero nada: un temporal corte dejó a todo su edificio sin electricidad. Nadie conocía su terrible condición de crespa, someterse a las burlas de sus colegas sería *fatal*, por lo que no correría el riesgo de solicitar ayuda a alguna compañera, y menos a esa hora de la madrugada.

Vio pasar las horas del reloj mientras degustaba un café, chequeó su alisador en la cartera, se puso un gorro de invierno y partió a la oficina: ese día no podía faltar. Esquivó toda ráfaga de lluvia, se ocultó tras sus gafas de sol (en una mañana muy gris), llegó al edificio donde queda su oficina, rauda le pidió el baño al conserje, quien accedió sin siquiera poder decirle “buenos días”. Con prisa el hombre, linterna en la mano, vociferó a sus espaldas: “¡Señorita!, el edificio está sin energía eléctrica”.

Carolina se quedó pasmada, pálida. Lúgubremente se dirigió al baño, pero a mitad de camino se detuvo: el cese de sus ruidosos tacos llamó la atención de quienes estaban en la recepción y todos se giraron hacia ella. Aún les daba la espalda cuando, sin continuar sus pasos, se sacó el gorro y gafas que llevaba, se volteó y sacudió su frondosa cabellera crespa. Caminando hacia el ascensor, su rostro se iluminó: asumió que su terrible drama era en realidad una pequeñez. Apretó el botón del ascensor, mientras una enorme y radiante sonrisa nacía en su fisonomía aborigen, acompañada de una bella y frondosa cabellera crespa.