Tenía alrededor de siete años cuando escuché por primera vez a los Pixies. No tenía idea de qué eran, en qué momento musical nos encontrábamos, ni que estábamos a punto de entrar a los años más movidos del rock de la década de los 90. Pero cuando los escuché, algo en mí cambió para siempre. Mis primas siempre se preocupaban de no ocultarme la música que ellas oían, porque según decían "algún día vas a entender que Frank Black lo sabía todo".
Una chica de mi barrio, cuando estaba en básica, escuchaba a los 13 años algo que ella llamaba britpop. Decía que eso que sonaba en las radios no tenía nada que ver con lo que realmente estaba pegando, y que iba a venir una revolución enorme. No recuerdo el nombre de esa niña, pero cuando "High and Dry" de Radiohead empezó a inundar el dial, supe que ella estuvo demasiado adelantada para nuestro tiempo. Jugábamos con tierra y nos avergonzábamos de sacar a una mujer a bailar en las primeras fiestas a las que fui con mis compañeros, y tal vez si lo hubiésemos hecho, ellas nos podrían haber enseñado a apreciar a Suede mucho antes que, en la adolescencia, los descubriéramos en MTV.
Comencé a ver a las mujeres como algo diferente, de hecho, cuando vi un video de "Kool Thing" de Sonic Youth. Había algo en esa rubia impresionante que tocaba el bajo, con esa postura tan cadenciosa, que simplemente lo decía todo sobre el rock. Y las hermanas Deal, y Beth Gibbons, D'Arcy Wretzky, Björk, todas llegaron a nuestros ojos y oídos con la velocidad de un millón de decibeles. Hubo una época, en segundo medio, en que todo mi grupo de amigos sólo escuchó bandas lideradas por chicas.
Y lo único constante de toda esta historia, es que en cada momento crucial de mi educación musical, fui instruido por una mujer. Llegaban a las disquerías con propiedad, sabían qué pedir, y se iban dejando un destello de elegancia e indiferencia que ningún melómano, por mucho estilo que llevase en el sombrero, fue capaz de igualar. La enciclopedia musical de la radio más popular de mi juventud en el sur era, por supuesto, una mujer.
Si comenzáramos a contar cuántos hombres han comprado discos o han comenzado a escuchar un grupo sólo para impresionar a una mujer, podríamos perder la vida en el intento. Aprendimos que Belle & Sebastian o Sufjan Stevens no eran clichés de película romántica, que The Killers era un constante homenaje a los insuperables Joy Division, y que Travis podía ser la única respuesta para prolongar la alegría en esos momentos en que la fiesta acaba y sólo queda acostarse.
Las mujeres saben mucho de música, pero no lo presumen. Tienen iPods llenos de Led Zeppelin o Iggy Pop mientras archivan contratos, toman un bisturí, diseñan logos corporativos o escriben crónica roja. Han inspirado casi el 100% de las canciones que existen en la historia, y empuñan guitarras y bajos en forma de lápices, silenciosamente. Cantan con el alma a cada instante, mientras caminan por las calles de esta enorme capital, y cada vez que te enamoras de una o te abandonan para que sigas tu camino, dejan un legado insondable de discos y sonatas en todo tu ser. Saben, y son música.
Los hombres, en cambio, tenemos que hacer gala de lo poco que sabemos, porque estamos en una permanente vitrina. Hablamos fuerte de bandas que nadie conoce para parecer eruditos, pero si una mujer, de esas que llevan décadas escuchando a ese grupo que tanto predicamos al mundo, quisiera burlarse de nuestra poca sapiencia, sería nuestra tumba. Ellas, mucho más sutiles y benévolas, se ríen y comentan con amigas lo patéticos que podemos llegar a ser.
Vi por ahí que alguien ponía como ejemplo de ignorancia en música a Summer Finn, la mujer que conquistó el corazón del protagonista de "500 Days of Summer" cantándole "There's a Light that Never goes out" de The Smiths en un ascensor. Quisiera resaltar que esa misma actriz, en "Almost Famous", dejó a su hermano menor una colección de discos clásicos ocultos bajo su cama, con el mensaje "Te harán libre". Si es no es entender la música, no se me ocurre qué más puede ser.