Definitivamente, cuando uno va a ver una película de Roman Polanski tiene expectativas altas; es que sólo él puede manejar de forma tan magistral la presentación de una historia, por mediocre que sea el guión. Así que partí entusiasmado a ver The Ghost Writer (en Chile se llamará desde mañana El Escritor Oculto, supongo que para que la gente no la confunda con esa serie infantil que daban en Nickelodeon), sabiendo poco de antemano y con muchas ganas de sorprenderme por las ironías visuales que el director siempre nos regala en pantalla.
Al igual que ocurre en otras películas de Polanski, es fácil predecir el guión e incluso el final, así que para apreciarla bien hay que fijarse en los detalles y en la puesta en escena. El mayor talento del director está en delimitar los espacios en los que se mueven sus personajes y, dentro de esos rangos, sacarles el máximo provecho sin sobrecargar la tensión de cada escena.
De este modo, logra una película que nos mantiene en suspenso constante, pero no porque tenga esos giros argumentales ridículos del cine de hoy, sino debido a los diálogos entre los personajes, cargados de energía y antagonismo, porque aquí no hay amigos, y la confianza mutua no existe. De hecho, al protagonista (Ewan McGregor) ni siquiera lo llaman por su nombre en toda la cinta, y pese a ello carga exitosamente con todo el peso emocional de la película.
The Ghost Writer no es una película que entretiene fácilmente, ni que ofrece reflexiones metafísicas que permiten seguir hablando de ella una vez que sales del cine; sin embargo, tiene el mérito de presentar una historia política llena de personajes de moral gris que refuerzan la percepción que tenemos de los políticos, pero de forma precisa, elegante y llena de crudas bromas visuales que nos comprueban la única sensación que tenemos al acabar de verla: todos tenemos nuestro lugar en el mundo, y cualquier intento por escapar a este destino podría ser inútil.