Con el cine chileno me pasa algo raro. No lo juzgo antes que esté en las salas del país y pueda formar mi propia opinión, pero no siempre tiene la calidad que espero en una cinta. Mandrill, sin embargo, camina por la vereda luminosa de esta regla. La película no tiene elementos que no hayamos visto antes. Alguien podría decir incluso que mira con ojos de niño a la escuela vintage de Tarantino. Pero es bastante más que eso.
Con Marko Zaror, el superhéroe de acción por excelencia de nuestra filmografía, hay pocos matices, pero su fuerte está en exagerar su gama de registros hasta el punto del ridículo; cuando se ríe de sí mismo es cuando más brilla. Sus personajes nunca han ganado algo especial, son lentos para entender todo, tienen una lógica atípica para el mundo moderno y, pese a sus acciones, son héroes.
En Mandrill la fórmula no se aleja mucho de esta mecánica, ya familiar para los que hemos visto Kiltro y Mirageman, profundizando la gama de influencias que hasta hoy habíamos visto. A través de una serie de televisión de los 70s, que tiene a un híbrido metrosexual de Steve McQueen con Baretta como protagonista, se devela el origen de la fachada de Mandrill, y mediante flashbacks se nos revela lo que falta. Todo, armónicamente recorrido por un soundtrack y estética kitsch que homenajea el género de acción exploitation, donde Mirageman ya había escarbado con gran éxito.
Las deficiencias del guión, la incapacidad para envolver una historia que tenga un comienzo y final coherente y las pobrezas en la actuación pasan, realmente, a segundo plano. Mandrill es una película de acción, que muestra a Zaror en su mejor forma y de paso saca buenas carcajadas. Sería ridículo pedirle más.