Antes de escribir esto hice un texto demasiado llorón y lastimero. Se trataba de la pena que es verse obligado a dejar de ser amigo de alguien que tu considerabas un gran amigo. Contaba que me duele y que no dejo de extrañarlos, pero que es más fuerte tener la sensación de estar a salvo sin ellos en mi vida.
Pero no quiero lamentarme más. Prefiero recordar que gracias a esos malos ratos y momentos tristes le he puesto más pino a mis amigos y amigas; llamo más, los veo más y hemos hecho una buena mezcla entre calidad y también cantidad. Lo pasamos bien, conversamos horas, nos reímos mucho y a veces también discutimos, pero no es más que vehemencia y pasión, algo que se pasa con un comentario divertido y asertivo de cualquiera de nosotros.
Después de pasar por la pena de sentir la pérdida en vida de un amigo, uno queda con miedo a conocer gente. Recuerdo haber pensado que es mejor no intentar hacer amigas y amigos nuevos, que era mejor decir “mis amigos los cuento con esta mano”, como la mayoría de las personas. Pero me he dado cuenta que me gusta conocer gente, me gusta escuchar historias, otras formas de ver la vida, el mundo, todo. Me gusta conversar y echar la talla.
Ya entendí que se me hace difícil no sociabilizar, que me gusta conocer la humanidad de la gente y descubrir qué personaje de este mundo es cada una de las personas que me rodea. Ahora, el acento debiera estar en elegir con un poco de intuición y química a los que con tiempo, cariño, dedicación y lealtad se van a convertir en mis amigos. Porque ser amigo es lo mejor, se invierte energía y atención y se pasa bien porque es tu gente favorita en el mundo.