El amor no impide las crisis, pero sí puede ser el principal elemento de apoyo para solucionarlas. ¿Qué pasa cuando esa tranquilidad que tenemos al saber que estamos con la persona amada, con la que soñamos, se torna oscura al sentir que la estabilidad ya no es la misma y el mañana se observa con temor?
Ante una fase conflictiva, la pregunta no es ¿es esto el fin?, sino ¿quiero que sea el fin?, ¿me interesa seguir con el compromiso que supone esta relación?
No se puede determinar cuándo es el fin, pero podría decirse que el momento en que una relación deja de aportar: afectividad, emoción, seguridad y disfrute sexual, el punto de inflexión se vuelve irreversible. Y, cómo cada miembro de la pareja lo enfrente, obedecerá a factores como la madurez emocional, la habilidad para gestionar los conflictos, la duración de la relación o el momento personal en que uno se encuentre.
Aunque suene cliché, el amor es como un arbolito que necesita de cuidados: regarlo, abonarlo, podarlo. No esperemos que el otro nos haga feliz. Nuestra felicidad depende, sobre todo, de nosotros mismos. Debemos tener claro que no tenemos que resolver la vida del otro, buscándole soluciones, dándole consejos y marcándole pautas de cómo debe vivir su vida. Somos adultos que cargamos con historias propias, pero que hay que aprender a cerrarlas solitos.
Lo único que podemos hacer si nos interesa, es transparentar nuestra vulnerabilidad. Esa es la mejor muestra de amor, ya que no se la enseñamos a cualquiera. Preguntar cómo se encuentra el otro, qué le incomoda, qué quiere y desea. Para ello debemos dejar lo que estamos haciendo, vaciarnos de otros pensamientos que distraigan nuestra atención, e intentar colocarnos en su lugar para entender cómo se siente.
Mimar con orgullo a la pareja. El sexo, las caricias y el “te quiero” han de decirse, hay que explicitarlos. No valen los sobreentendidos. Creo que es sano hablar cuanto sea necesario, para que el problema no quede enquistado. No hay mayor desastre que el silencio.