Cuando estaba en el colegio, me iba pésimo en matemáticas. Desde séptimo básico, cuando se pone mucho más difícil, que no pude sacarme una buena nota. Con el tiempo, dejé de tratar de estudiar o aprender algo porque todo el mundo me dijo que con la base tan pobre que tenía, nunca iba a poder salir del 4.0 con el que salvaba de no repetir. Primero, le tenía miedo a las pruebas. Tuve la suerte que mi profesor era muy comprensivo y creo que al final, las notas que me ponía eran porque su hija era una de mis mejores amigas y me veía sufrir por no saber nada. Era como querer escribir un libro sin saber leer.
Segundo, me tomé tan en serio que nunca iba a poder subir del 4.0 que dejé olímpicamente de estudiar y me concentré en castellano -así se llamaba en mi época-, inglés e historia, mis ramos favoritos. Por eso cuando leí un estudio que decía que las niñas -por ese concepto que existe que las mujeres siempre somos peores en los números que los hombres- que sabían de este estereotipo, siempre tenían peores resultados, me identifiqué. Nunca nadie me dijo "tú puedes ser buena para las matemáticas"; sólo me decían "trata de no tener el ramo con nota roja" Aunque tuve compañeras brillantes para los números y que hoy son ingenieras secas, la gran mayoría teníamos problemas con este ramo. Al parecer, la política del colegio era tirar la esponja con las niñas con malas notas. Mientras para biología o química habían tutores y clases extras, para matemáticas el asunto estaba cerrado, como si ser mala para las ecuaciones fuera algo genético que no se podía solucionar.
Si alguna vez tengo hijas malas para las matemáticas, las voy a obligar a estudiar. Después de todos estos años fuera del colegio, me arrepiento de no haber sido perseverante.