Foto: ccharmon Para navidad, mis suegros hicieron de Viejo Pascuero y me regalaron una máquina de pan. Al principio, no me podía convencer de que realmente existiera una maquinita de este tipo. Además, cuando la vi, me pareció más una pequeña nave espacial, como un huevo futurista, y no un artefacto amasador.
Eso hasta que la probé. Tomé el recetario, seguí las indicaciones (que no son más que echar los ingredientes en ella) y le oprimí start. Una hora después, mi casa olía a exquisito pan horneado. Ahí confirmé que las máquinas de pan cumplen con la labor para la que fueron creadas. Y con creces.
Como no tengo vocación de abuelita y amasar no es mi pasatiempo, la máquina me ayuda muchísimo a preparar distintos panes: de queso fresco, de ajo, de merquén y hasta pan de pascua. Más que hacerle promo a la máquina -no apelo a que corran a comprarla-, quiero comentarla porque llegó a mi vida en un momento crucial: arrendé un departamento por mi cuenta y empecé a trabajar. O sea, no más “mi mamá me mima” y cero tiempo para preparar cosas ricas.
Me hizo pensar que estos inventos hacen la vida de adulto más fácil y divertida. Aunque de adulta harto poco, porque la máquina, como cuando era más chica, fue un regalo y no una adquisición. Qué descaro de mi parte.