Foto vía howlita
Barbie fue mi mejor amiga. Para hacerla feliz, le pedí a mis papás todos los complementos que se vendían por separado. Lo merecía, lo necesitaba. Porque cuando jugaba con mi muñeca, jugaba a ser Barbie, me convertía en ella, adoptaba su belleza, tenía un novio perfecto, un auto de lujo y una ropa súper fashion.
Ahora me doy cuenta que Barbie fue sólo una arpía, una amiga que me hacía daño querer. Porque la admiraba, pero jamás podría alcanzarla. Nunca tendría su largo y perfecto cabello rubio, su delgadez extrema, sus piernas largas y su minúscula cintura. Ella era una hermosa mujer destinada al éxito y a la popularidad y yo la perseguía esperando contagiarme de su suerte. Al menos eso me hizo pensar, pero la realidad era otra.
¿Quién era yo? Era una piernas cortas, de pelo oscuro y dientes con frenillos. Una chilena promedio adulando la belleza gringa de Barbie. Durante mucho tiempo jugué a la ilusión de ser tan linda y perfecta como ella. Como si Barbie fuera el ticket que me llevaría hacia una adolescencia y una adultez de cuento de hadas. No pude haber estado más equivocada.
Los sueños que me dio Barbie fueron una estafa, su mundo rosa fue sólo una ilusión. El mismo engaño de la publicidad. Mujeres perfectas, pero inexistentes. Nadie anda por la vida con una sonrisa y con el maquillaje tatuado en el rostro. Porque Barbie no existe, ninguna niña será como ella al crecer. Barbie nos mintió, no somos Barbie Girls.