Foto vía declicjardin
Tener muchas plantas y ser viejo es una relación directa. Cuando era chica e iba a la casa de mi abuela, veía que tenía demasiadas diferentes: frutales, helechos, rosas, ficus. Su casa era una pequeña selva en Santiago. Un trocito de ruralidad, una resistencia a la migración campo-ciudad.
En un par de semanas, cumplo un año desde que me fui de la casa. Tuve mucha suerte y encontré un departamento en el corazón de la capital, con patio. Así que puedo hacer asados, tener una mesita con sillas para pasar las tardes de verano y criar plantas, al mejor estilo anciano. Y es brígido cómo, poco a poco, meto y meto plantas a mi micro patio y descubro que son unos bichos asombrosos.
Entonces, me pasa que me pongo filósofa y pienso que a medida que me independizo, me hago mayor y, como una cuestión natural de la vida, me acerco a las plantas. Es una relación directamente proporcional. Me sorprendo a mí misma de este interés que nunca creí iba a tener. Le converso a mi mamá sobre cuál es el mejor cuidado para tal o cual planta, si es de sol o sombra, si hay que regalarla mucho o poco.
De pronto, compro plantas, las tomo como si fueran mis hijas, limpiándoles las hojas, casi hablándoles como guagua. A veces salgo al patio y veo cómo crecen o les encuentro nuevos brotes y me emociono como una madre. Pero eso no me molesta, sino el hecho de que son acciones de "grande", de viejota. Como si el universo conspirara con un orden prestablecido y todos -sin excepción- tuviéramos quehaceres específicos para cada etapa de la vida. Yo, en este momento, ingreso al inexorable camino de amar las plantas.
Cuando sea vieja -realmente anciana-, voy a tener el pelo lleno de canas y el patio lleno de plantas. Voy a ser como esas viejujas que los niños del barrio piensan que son brujas. Y si tengo nietos, me van a visitar y también van a decir qué onda esta señora, tiene tantas plantas como arrugas en la cara. Yo voy a estar en mi jardín, perdida en las hojas del patio. Voy a vivir aislada en mi propia jungla citadina.