A veces pienso que no voy a tener hijos. Creo que sería pésima madre y no quiero ver cómo mis hijos crecen y me juzgan por lo mal que lo hice como mamá. Otras veces, veo que todos mis planes son incompatibles con la maternidad. Pero cuando veo una guagua, como que el útero se me prende, el instinto materno –si es que existe- se hace presente y amo a los cabros chicos.
He aprendido a discernir esa sensación y me di cuenta de que no es que quiera ser mamá, sino que los niños me gustan, me caen bien, me dan risa. Mejor si no son propios, porque juego con ellos hasta que les dan los monos y después se lo devuelvo a su madre. En esa categoría, tengo dos favoritos con los que jugar y que siempre podrán retornar con su mamá: mis sobrinos.
Mi fértil hermana le ha dado la alegría a mi madre de ser abuela y a mí la dicha de disfrutar niños chicos sin necesidad de embarazarme. Es la fórmula perfecta para malcriar y regalonear, pero siempre pudiendo volver a mi casa, donde no hay juguetes, ni bebés llorando en la madrugada, ni pequeños demandándome tiempo.
Amo ser tía. Mis sobrinos son bacanes. Demás que todos dicen que los más chicos de su familia son muy inteligentes y qué sé yo. Pero mis sobrinos en serio lo son. Uno es de las personas más chistosas que conozco, con sus 11 años ya se nota que será un futuro Álvaro Salas. El otro es un pequeño mimado gimnasta, que en vez de hacer chistes, es la gracia en sí misma. ¿Cómo no adorarlos?
Septiembre, mes dieciochero y de la primavera, en mi familia es sinónimo de cumpleaños. Mis sobrinos y su madre -mi hermana- cumplen años este mes. Se vienen celebraciones, reuniones y regaloneos. Siempre gratos, porque cuando la fiesta termine, después de reír y disfrutar de las alegrías y pataleos de mis exquisitos sobrinos, siempre podré volver sola a mi casa, para disfrutar del silencio y la calma de la no maternidad.