Hay una cita que me gusta mucho, que dice que el racismo se cura viajando. Y es cierto. Después de recorrer toda América Latina con mi mochila al hombro, aprendí a ver a todos nuestros países vecinos como hermanos y me di cuenta de que nos parecemos bastante. Volví más tolerante que cuando inicié mi viaje.
Eso sí, hay algo que Chile no tiene y que debe envidiar con ganas: el mar Caribe. En mi ruta mochilera, terminé en la capital de Venezuela, con un clima tropical exquisito y con un viaje a la playa, donde, por primera vez en mi vida, vi un mar turquesa que pensé que era de mentira.
No fui a ninguna playa especialmente paradisíaca, fui al Parque Nacional Morrocoy, un santuario venezolano a pocas horas de Caracas, que no cobraba entrada y sin un sólo ser humano en pleno febrero. El escenario ideal para bañarse de la forma más liberal que puedan imaginarse, tomar sol y pololear en paz.
Tengo fotos con mi cara de impacto y emoción. Es que en serio no lo podía creer. Las costas chilenas, en su mayoría, son frías, oscuras y hondas. Yo estaba en el cachito donde empieza el Caribe, un lugar jamás promocionado como turístico por sus playas, y el agua ya era tibia, transparente, con palmeras y arena blanca. Verdadero paraíso de postal.
No se engañen, niñas, si quieren disfrutar de ricas playas, no es necesario viajar a Acapulco o a Varadero. En América del Sur hay escenarios que no tienen nada que envidiarle a Miami. De paso, recorran un poquito la ciudad y no se queden sólo con el turismo oficial del país. De este continente chico hay mucho que aprender.