Vivo sola hace un año. Bueno, completamente sola no. Vivo con mi pololo, lo que hace que la mayoría de las cosas que haga las cuente de a dos. Planear los fines de semana, las compras del mes, la comida que hacemos, etc. Aunque me pasa que, a estas alturas, cuando nos cuento, nos cuento como un conjunto y no como dos. Pero ése es otro tema.
Una de las cuestiones más intensas de vivir con alguien es que lo ves 24/7. Definitivamente, no es igual que pololear, porque aunque te quedes a dormir con tu pololo, en algún momento llegas a tu casa, a tu pieza, a tu cama. Cuando vives en pareja, lo último y primero que ves en un día es la cara del otro. Por eso, más vale que sea una cara agradable porque si no qué martirio.
Para mí nunca fue raro. Cuando cada uno vivía en su casa, me quedaba a dormir con él cinco de siete días a la semana. Eso hizo que me acostumbrara a todo: olores, sonidos y texturas. Por eso no me sorprendo en la mañana cuando mi pololo despierta y tiene la cabeza hecha una cola de pavo real. Esas cosas ayudan mucho para conocerse realmente. De ahí que sea partidaria de la convivencia prematrimonio.
Volviendo a la cama. Es tan íntimo ese lugar, tan propio, que compartirlo es un verdadero ejercicio de tolerancia. Cuando vives con tu pareja, tu pieza ya no es más tu pieza, es la pieza de los dos. Y también las sábanas y el colchón. Con suerte tienes una almohada favorita propia.
Pero saben, igual es rico. Dormir en los brazos de la persona que más quieres en el mundo es bacán. Estar acostada y que te acaricien el pelo, te den besitos y te huelan el cuello son el premio del día. Me banco no tener pieza sola y pelearme por el cojín rico todas las noches. Dormir de a dos lo vale.