Siempre he visto muchas películas. Desde muy chica. Desde que me sentaba con mi tía los sábados en la mañana a ver las de Jerry Lewis que daban en algún canal nacional. Desde que mi papá me presentó a Cantinflas y veíamos cada viernes en la noche una película distinta. Desde que mi papá hizo de los domingos un día nuestro que comenzaba en el cine, en la función de las 11:30. Claramente uno de mis panoramas favoritos siempre fue arrendar películas. En mi ciudad no había Blockbuster, así que recurríamos al clásico video club del barrio, ese donde eras amiga del dueño –que se las sabía todas y te podía recomendar con absoluta propiedad- y te reservaba el estreno en VHS que estabas buscando.
Una vez con una prima queríamos ver “La Sirenita” a toda costa –la novedad del momento-, pero tenían una sola copia y estaba arrendada. El señor que atendía nos puso primero en su lista de espera, porque éramos sus pequeñas clientas frecuentes, y teníamos a mi papá yendo a cada rato a preguntar si ya la habían devuelto, mientras pensábamos en qué suertuda era esa niña que nos ganó.
Cuando la película llegó a nuestras manos no podíamos estar más felices. Compramos bolsas gigantes de chubi en una típica confitería del centro que los vendía por gramos y nos sentamos a disfrutar. Era todo lo que necesitábamos para hacer de esa tarde una ideal. No niego que tener todas las películas que quiera a un click de distancia y en la comodidad de mi casa es lo mejor del mundo, pero arrendar películas, esperar los estrenos y alcanzar a llevarse la última copia tenían un encanto especial que te hacía apreciarlo muchísmo más. Lamentablemente, un encanto que nuestros hijos no tendrán la suerte de vivir.