Viajar por el mundo ha sido, como para muchos, un sueño que he tenido desde chica; poder conocer esos destinos llenos de historia, de los que aprendimos de los libros y las películas, pero también visitar aquellos lugares diferentes, con los que no todos se entusiasman, ha sido un gran interés para mí, desde hace años. Por eso cuando tuve la posibilidad de visitar La Haya, en Holanda, no lo pensé dos veces.
Y aunque sabía que no estaba aceptando un viaje a ningún destino exótico, esta ciudad no dejaba de ser un misterio para mí; lo poco y nada que sabía de La Haya lo había escuchado en las noticias, ya que funciona como sede de la Corte Internacional de Justicia que actualmente media entre Chile y Perú por el conflicto marítimo. Del resto, nada.
Por eso, apenas salí de la estación de trenes, me maravillé rápidamente. Venía llegando de pasar cuatro días Ámsterdam, una ciudad loquísima, llena de turistas y fiesta, y que nunca se detiene. En La Haya encontré todo lo contrario: una ciudad calma y bellísima, atravesada por pequeños canales y enormes parques-bosques, y marcada indudablemente por el peso de su historia. Como capital política de Holanda, La Haya es sede del Binnenhof, un conjunto arquitectónico que desde 1446 ha albergado al parlamento de ese país; es además la ciudad donde se encuentra el Huis ten Bosch (la Casa del Bosque), una de las cuatro residencias que tiene la familia real holandesa; y por si fuera poco, cuenta con una importante cantidad de museos de arte e historia, como el escalofriante Museum de Gevangenpoort (Museo de la Puerta de los prisioneros), una ex cárcel medieval que da cuenta de la historia y los métodos de castigo usados a lo largo de la historia holandesa, una parada obligada para las fanáticas del derecho, pero en especial para quienes se interesen por la oscura historia medieval. Todos estos edificios, además, son un ejemplo increíble de arquitectura que vale la pena visitar sí o sí.
Pero aunque el barrio histórico de La Haya da para mucho, lo más maravilloso está en cada esquina de esta increíble ciudad; la naturaleza que la rodea, sus kilométricos parques, cruzados por eternas ciclovías de ensueño y donde puedes pedalear entre medio de erizos de tierra silvestres y ciervos escondidos, te hace pasar desde el bosque más tupido, a la hermosa playa de Scheveningen, de frente al Mar del Norte. Ahí, el viento costero obliga a cierta hora a refugiarse en alguno de los toldos y reposeras dispuestas para el público, o mejor aún, junto a los fogones de los restoranes y pubs que se instalan en la misma playa, con los pies en la arena. Los carritos de vendedores se encargan de proveer de cervezas y de un sinnúmero de fritangas exquisitas, para que la noche en la playa sea redondita. Mejor panorama, imposible.
A mí me bastaron sólo dos días para enamorarme de La Haya; de sus paisajes, de su playa, de su gente –que apenas te ve como extranjero hace el esfuerzo de hablar en inglés- ; me encantó su ritmo, su historia y sobre todo su tranquilidad, tanto así que solo pienso en que lo único que hacer es volver.