La verdad es que vivir sola no fue una alternativa. Salí del colegio y me fui a estudiar a Santiago, todo el cambio de “una”. Conocer gente nueva, adaptarse a otra ciudad y, vivir sola.
En un comienzo sentí que el caos había llegado a mi vida, de tener ricos almuerzos preparados a los fideos instantáneos. Porque es difícil manejar los tiempos en la U cuando se tiene que estudiar, carretear y, en mi caso, también tener que hacer de dueña de casa.
Pero el tiempo pasó y cada vez se me hacía más plácido ese pequeño espacio propio, que arreglé de tal forma que se transformó en mi casa, un lugar acogedor que poder compartir con mis amigos y donde también poder refugiarme cuando no quería saber más del mundo.
De hecho cada vez que viajaba a mi otra casa, extrañaba cosas de MI casa, del lugar que me recibía todos los días y donde estaba construyendo y haciendo mi vida.
Ya disfrutaba 100% de poder escoger qué comer, cuándo comer y cómo comer (con amigos, acostada, viendo tele, escuchando música, etc), de tener un espacio que no fuera invadido súbitamente por los hermanos y un lugar para compartir con mis amigos o pareja sin tener que limitarme por el ruido, la hora o el día de la semana.
Simplemente un espacio donde poder disfrutar de la soledad, de ver películas todo el día, comer helado o escuchar música sin que piensen que caíste en lo más profundo de una depresión, que te patearon o que volviste a la adolescencia.
Poder tener y disfrutar de tus hábitos y tu lugar es una de las pequeñas grandes cosas maravillosas que quedan para quienes aún no se van de sus casas a vivir solas (aunque en el fondo, nunca lo vas a estar).