Hace unos días me junté con una amiga muy querida, cuyo interés romántico acaba de sufrir una pérdida terrible. A ella le llamó la atención que - no obstante los difíciles momentos por los que el chico atraviesa - él se mostrara muy relajado al encontrarse, como si nada anormal hubiese acontecido. Juntas le dimos un par de vueltas a la situación, concluyendo que debía estar bajo los efectos de un estrés postraumático o - derechamente - en un particular estado de shock.
No obstante, al meditar un poco más respecto al asunto, terminé comprendiéndolo ya que ¡detesto que me vean mal! Me carga llorar ante otra persona - por más confianza que tenga con ésta - y creo que me sobran dedos de una mano para contar a quienes me han visto hacerlo.
Esta bien: las mujeres somos emocionales, lloronas y ultra sensibles. Exteriorizamos aquello que sentimos y, si hay que llorar, pues lo hacemos. Pero yo soy diferente. Odio inspirar lástima y sí, soy mega orgullosa. No digo que esté bien, al contrario: creo que es fantástico desahogar las penas apoyándose de un hombro amigo. Sin embargo, a mí no me sale. Si siento pena, opto por encerrarme, quizás oír música y consolarme a mí misma. Tiene que tratarse de un dolor terrible y totalmente angustiante para, simplemente, dejar fluir mis emociones y derrumbarme en el abrazo cariñoso de un ser querido.
Y es que, cuando veo a alguien que sucumbe ante la pena, siempre observo a su interlocutor y noto en su mirada un dejo de lástima, de pesadumbre. O bien, de no saber qué decir, onda: “¡OMG, se puso a llorar! ¡Houston! ¿Qué hago ahora?” Y eso conmigo, no way. Soy demasiado orgullosa. No me gusta que sientan pena por mí o por lo que me pasa. Sé que es pésimo, porque la otra persona lo único que quiere es darte un poco de cariño en el momento en que más lo necesitas. Pero no hay caso. Una vez me dijeron: “Deja que tus lágrimas escapen; tus ojos las quieren botar porque están de más en tu alma”. ¡Y ni aún así! Es como que mi cerebro tuviese capas y un 80% de ellas se activara ante situaciones de angustia para evitar que brote siquiera una.
Al contrario, cada vez que me siento “depre” suelo mostrarme más activa. Tratar de no pensar en mi "calvario" (afortunadamente, hasta ahora nada tan terrible). Animar a otros y así, auto-levantarme. Por eso comprendo a este niño, aunque debo admitir que su caso es extremo; uno de los dolores vitales más grandes que puedan imaginar. No obstante, quizás responde a la misma lógica. Y es que, como dice un hermoso tema de Queen: “dentro mi corazón está roto; puede que se me agriete el maquillaje, pero sigo sonriendo”.