Me pasó hace pocos días: salí con una amiga y estábamos cerca de su casa, así que me invitó un cafecito. Si hay algo que amo realmente es tomarme un buen café, su sabor y aroma me resultan estimulantes. Como no tenía otros compromisos, acepté la invitación. Todo iba bien, buena música y agradable conversación. Fuimos a la cocina, preparamos este brebaje, un grano colombiano que prometía, ¿qué mejor? Pero cuando iba a tomar el primer sorbo, mezclado con su rico aroma, sentí ese inconfundible olor a huevo, ¡qué asco! Si bien somos muy buenas amigas, me dio vergüenza comentarle. Esperaba que su taza estuviera igual, que se diera cuenta y ofreciera cambiarlo, pero no sucedió.
Creo que todas estamos de acuerdo en que hay pocas cosas tan desagradables como los malos olores que están en el aire, porque ¡no puedes dejar de respirar! Pero entre todos ellos, el olor a huevo impregnado en la loza es de los peores; un verdadero combo a los sentidos, ¡y peor si es en las tazas o en los vasos! Por eso, si el huevo estuvo presente en mi comida, es regla lavar la loza en orden: primero las tazas, luego los platos y finalmente lo que contuvo el huevo, y todo con cloro, mucho cloro, para evitar a toda costa que ese nauseabundo aroma se impregne en mi loza y moleste a mi olfato.
Si bien hasta mi madre me dice que soy muy alharaca con esto, yo no logro entender cómo hay gente a la que puede no molestarle y seguir comiendo indiferente. Al menos a mi, me quita las ganas de comer, pues si lo hiciera, terminaría con el estómago revuelto.
La cosa es que, para salir del paso, tuve que fingir un repentino dolor de estómago. "Debe ser el colon", le dije, y dejé servido mi anhelado cafecito, todo por culpa del olor a huevo.
Chicas, ¡díganme que no soy la única que se repugna con ese olor!
Foto vía Andrés Nieto Porras