Tenía apenas 18 años cuando su hijo nació. Jamás había visto a la madre, por entonces una muchacha de 21, que maravillada, recibía a este tesoro entre sus brazos. Pasaron casi 4 años antes de que ellos se encontraran y se enamoraran profundamente.
Entonces, también vio al pequeño por primera vez. Era un tierno pre-escolar que le invitó a jugar Nintendo. Desde aquella ocasión, ya no se separaron. Él se preocupa del colegio del niño, de que nada le falte y que esté bien. Que aprenda matemáticas, lenguaje y tenga vocación por el estudio. El chico mañosea un poco, pero obedece. Ya no es un pre-escolar, sino un teenager. Las palabras de “su padre” (sí, el que siempre ha estado y con quien sabe que cuenta) son fundamentales para él. Tanto lo admira, que incluso imita sus frases típicas - en el mismo tono - y concuerda en todo lo que él piensa.
Otra historia: Estaba en la sala de espera del hospital, ansioso por conocer a su nieta. Le habían contado que estaba sana y en buenas condiciones, pero él quería verla. Cuando por fin salió de neonatología, refunfuñó ante su esposa e hijos: “¿por qué no me dijeron que era tan linda?”. Desde entonces, su corazón fue para ella.
La niña fue creciendo y, cada mañana, ambos compartían muy lindos momentos. Le contaba cuentos que él mismo inventaba, sobre un caballo llamado Hucke. En ocasiones, también le hablaba de un pollito negro como azabache, discriminado por su color, pero genial como ninguno. Cantaba canciones, siendo el tango la favorita de sus melodías. Ambos las coreaban y - en ocasiones - cambiaban la letra, riendo. Tanto la amaba que, al volver a casa, la sorprendía con serenatas. Hizo de su infancia una auténtica maravilla.
Un par de veces la regañó porque se ponía desobediente. Pero después, lloraba junto a ella y hacían las paces rápidamente. Cuando supo que padecía un agresivo cáncer, su preocupación fue una sola: no la vería crecer. Suplicó a todos sus cercanos que la cuidaran como haría él. La niña no dimensionó la terrible situación familiar que en su hogar se vivía. No, porque él siempre estaba sonriente, dispuesto a jugar e incluso le enviaba entretenidas cartas durante sus hospitalizaciones. Un día, simplemente, cerró sus ojos por siempre. Ella aún tiene lágrimas para llorar su ausencia.
Ambos casos son reales. Estos dos hombres maravillosos que describo no engendraron a sus hijos, pero son tanto o más padres que ninguno. Porque fue su opción. Y de eso se trata, de cómo han participado de sus vidas en forma crucial, dejando una huella tan honda, que ni el tiempo inclemente puede borrar. Porque ser padres es algo muy grande. Progenitor puede ser cualquiera, pero el concepto “padre” sólo los verdaderos hombres pueden llenarlo. Por eso, a ellos y a todos los que como ellos se lucen en este rol, ¡un Muy Feliz Día, de todo corazón!
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