Dentro de mis innumerables mañas, una en la que no transo son las migas en la cama. ¡Las detesto! Soy capaz de rearmarla si pillo tan sólo una, no importa cuán cansada esté.
Cuido que este problema no se dé en forma reiterativa, pero cuando se tienen niños pequeños es difícil controlarlo. Como trabajo gran parte del día, al llegar a casa acostumbro a disfrutar de una película junto a mi hijo - o los juegos de la consola - en su pieza, momentos en que él ¡adora! degustar unas ricas (y quebradizas) galletas de soda. Debo admitir que me cuesta aceptar la frustración que me genera cada vez que abre el paquete y toma una de estas delicias, que se trituran con sólo tocarlas. Quiero que disfrutemos al máximo cada segundo al final del día, pero por más que intento aguantar, en algún momento asoma "mi monstruo" interior y le pido que por favor las coma en la orilla de la cama o sentado en una silla. Y entonces, aprovecho de sacudir la cama y hacerla de nuevo.
No importa que no sea mi cama - como él mismo me reclama -, sino la suya, ni que sea exagerada. Porque por más que me diga que las migas lo tienen sin cuidado, a mí me exasperan esas puntitas filosas dando vueltas entre las sábanas y de sólo imaginarlas pinchando su suave piel infantil (o bueno, ya adolescente, la verdad), me pongo de un genio de los mil rayos. Detesto las migas en la cama, especialmente si se trata de galletas de soda. Y yo creo que concordarán conmigo en que son ¡terribles!
Imagen CC Dana Moos