-"Me cagó" – Me cuenta ella, convertida en un mar de lágrimas.
- ¿Y la novedad? – Pienso yo, pero le digo - ¿de nuevo?
Ella asiente humillada y comienza a contarme la historia esta vez. Resulta que llevan siete años, se supone que son el uno para el otro, pero en un momento ese dos se convirtió en uno. En realidad en una, que histérica lo busca porque no le responde el teléfono y parece haber sido abducido. Esa que teme lo peor, porque lo peor vive pasándole: su media naranja siempre termina poniéndole el gorro.
La primera vez fue tras cumplir dos años. La cosa no andaba bien, es más, a mi juicio estaba pésimo. Apenas se hablaban y si se veían la cosa terminaba en una pelea. Ella estaba aburrida, desganada, chata, pero no quería terminar. Él ansiaba patearla lo más pronto posible, pero al no darle el valor, inventaba un y mil motivos para que ella fuese quien le dijera “esto se acabó”. Nunca terminaron, pero siempre se dieron esos famosos tiempos que, se supone, deberían servir para algo.
La cosa es que él, triste y desolado, empezó a buscar en otro lado y ¡mira que suerte!: encontró casi altiro. Él andaba contento, se arreglaba; seguía saliendo lo mismo, pero cada vez llegaba más feliz. Obvio que no era por mi amiga, a quien apenas pescaba. Hablaban a diario por teléfono y todo eran monosílabos. Nadie lo pilló, ni supo. Solamente mi amiga, que encontró el bendito mensaje por Facebook que explicaría todo. No importó mucho. “Es que estábamos muy mal”, me explicó. Yo en un gesto de amabilidad absoluta no le saqué la cabeza de un charchazo, como diría mi abuela. Él lloró, suplicó y reptó por el piso y ella le dio una nueva oportunidad.
La segunda vez ellos estaban de lo más bien. Andaban de la mano por todos lados y parecían de esos pololos que recién llevan un mes. Que “gordito” pa' acá, que “mi vida” pa' allá, regalitos van y vienen. La cosa es que esta vez no la supo hacer tan bien, y dos de nuestras amigas lo encontraron en pleno Barrio Lastarria pegado contra el muro junto a una chiquilla, bastante más rubia y alta que nuestra amiga.
Grito en el cielo nosotras, mi amiga lo supo: lloró, gritó, pataleó, quedó en shock. Lo pateó y seis meses después… adivinen. Sí, volvieron.
Entonces, ¿la tercera sería la vencida? Ojalá, porque mi amiga no tuvo un minuto de tranquilidad durante todo ese tiempo. Revisó su Facebook, su correo electrónico, se leyó las cartas, intentó escuchar sus llamadas. Todo para averiguar si nuevamente le estaba siendo infiel. El caso es que así era. La diferencia es que ahora llevaba un año con la otra chica, no se mostró arrepentido y le dijo a mi amiga que lo mejor sería terminar. ¡Bravo!, muy buena idea. Atrasada varios años, eso sí. Mi amiga figuraba destrozada, cada vez más flaca – benditas penas de amor - triste, enrabiada, ansiosa y sin ganas de hacer absolutamente nada.
-Y, ¿qué le dijiste cuando supiste? – le pregunté.
- Nada. Que sabía, pero lo quería igual. Que entendía que era mi error y si quería podíamos hacer borrón y cuenta nueva.
¡Pésimamente mal!. Él no quiso – afortunadamente – y la relación terminó. Ahora, mientras le paso pañuelitos desechables y escucho su historia por quinta vez, me pregunto cuántas otras chicas preciosas andarán por la vida igual que mi amiga. Un tema de autoestima, de crianza o qué se yo. Podría decir que hay gente a la que realmente le gusta como se le ven los cuernos, pero creo que esto encierra temas mucho más de fondo. Por lo menos ahora no vuelven y eso me parece lo mejor.
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