¡Típico! A todas nos encanta vitrinear y cuando salimos, siempre ¡nos enamoramos! de algún producto. Ya sea un cosmético, vestido o calzado, se convierte en nuestra fijación y lo que no falla es que esto pase ¡justo! cuando en nuestro monedero no hay más que un par de polillas.
Pero sucede que ¡nos pagan! y allá vamos, raudamente por aquel objeto de deseo que antes no pudimos adquirir. Billetera abultada en mano, volvemos a verlo y… resulta que ahora salen a relucir todos aquellos detalles que, producto de la emoción de ese amor a primera vista, antes no vimos. Nunca nos dimos cuenta de que aquel lazo rojo que llevaba como cinturón ese lindo vestido, más bien parecía cinta de regalo, cuestión que le daba al atuendo un toque nada chic. O aquella crema tan fantástica ¡justo! tenía un activo que nos causa picazón. En buenas cuentas, volvemos como el perro arrepentido, con el rabo entre las piernas, la frustración palpitando y sin haber comprado nada.
Para satisfacer un poco esos impulsos consumistas, vitrineamos un poco más para ver si encontramos un vestido que nos guste (después de todo, lo necesitábamos) o una buena loción humectante. ¡Pero nada! Que el corte es muy recto, nos queda apretado, demasiado corto, extremadamente largo, los colores no nos sientan. ¡En fin! Por más ganas que tengamos de comprar, no vamos a llevarnos lo primero que tengamos enfrente. ¡Y nada, pero nada nos gusta! ¿Será que nuestro subconsciente desea impedirnos el gasto? ¡Quién sabe!, pero lo cierto es que basta con que nos quedemos sin plata otra vez, para que todo en el comercio vuelva a parecernos lindo. ¡Tanto como inalcanzable!
¡Díganme si no les ha pasado!
Imagen CC Famosissimo Biole