Triste, pero cierto: mi sueldo se evaporó. Lo sospeché en cuanto me mudé a Santiago: el arriendo, los pasajes, las cuentas de las tarjetas y los "carreteros" gastos extra, se llevarían mis miserables monedas.
Lamentablemente, vivir bien es muy complicado. Incluso cuando te das vueltas por el supermercado - buscando la opción más barata para sobrevivir -, siempre te faltará un peso gracias al sushi que te compraste cuando recién te pagaron o los lentes que te gustaron cuando fuiste al mall.
Ser estudiante le añade carga a la situación. Parte de lo poco que ganas -ya es una suerte ganar algo de dinero estando en la U - tienes que dedicarlo a fastidiosas fotocopias, visitas a las casas de tus compañeros y colación.
Y cuando llega el fin de semana (bueno, a veces no alcanza a llegar) es imposible negarse a una entrada a la disco o servirse algunos tragos con los amigos en un bar. Con eso ya se fue casi todo tu dinero.
Aquí viene la peor parte: pedir prestado. No me molesta hacerlo y me considero muy responsable al devolver estas ayudas, pero es por ello que cuesta surgir: te pagan y comienzas a repartir tu sueldo en todos los infinitos préstamos que te hicieron: las dos "lucas" que te facilitó un amigo para el almuerzo, la cuota de la tarjeta de grandes tiendas, la plata del arriendo que te depositó mamá. Y así el sueldo se hace humo.
Lo único que me queda, a mí y a mis pares que han logrado independizarse (a la fuerza), es aprender a estrujar la plata al máximo. Aunque, sinceramente, creo que esta vez me iré de cabeza al casino. Nunca se sabe.
Imagen CC 401 (K) 2013