Todas hemos dicho una mentira alguna vez, quizás ignorantes de que es un acto de violencia. Así es, porque cuando lo hacemos, tergiversamos los hechos buscando con ello algún beneficio. Esperamos que el destinatario de esta falsedad efectivamente la crea y traicionamos de este modo su confianza.
Pero no hay mentira que se mantenga eternamente y, cuando la verdad sale a la luz, ocurren severas crisis familiares, de amistad o laborales. Es entonces cuando pierdes la credibilidad, por lo que cada cosa que digas será sometida a cuestionamiento. Aún cuando tras esta herida se decida continuar con el vínculo, la confianza será muy difícil de reparar, ya que siempre estará el temor a volver a ser engañado.
El coach Óscar Cáceres, creador de Extraordinary People Model, señala que pese al daño que causa una mentira, si escudriñamos en las causas que la motivan nos daremos cuenta de que por lo general no hay intención de causar mal, sino un sentimiento de temor. Este sentimiento nos acompaña desde los albores de nuestra existencia, cuando nacemos y nos enfrentamos a un mundo tan inhóspito como desconocido, arrancadas del placentero seno materno. Aprendemos entonces a mentir para manipular, de modo de conseguir compañía - y no estar solas en nuestras cunas - o alimento (fuera del horario establecido para ello).
A medida que crecemos, mantenemos este comportamiento manipulador para llevar una relación armoniosa con nuestra pareja, impresionar a jefaturas, animar a subalternos o por miedo a perder el trabajo o el afecto de nuestros cercanos. Lo que no tenemos en cuenta cuando mentimos, es que “violentamos” la confianza de quienes creen en nosotras, además de que tarde o temprano seremos descubiertas.
La verdad, aunque sea dura, ofrece grandes recompensas: credibilidad ante el resto y armonía: el impagable estímulo que da la tranquilidad de ser sinceras.
Y tú, ¿por qué has mentido?
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